22/9/08

¿Hacia dónde va el Estado del Bienestar?

LAS TRANSFORMACIONES HISTÓRICAS
DEL ESTADO SOCIAL COMO CUESTIÓN


*Daniel Albarracín
Rafael Ibáñez
Mario Ortí




«Las ideas del movimiento de libre comercio se basan en un error teórico cuyo origen práctico no es difícil de identificar; se basan en una diferenciación entre sociedad política y sociedad civil, que es interpretada y presentada como distinción orgánica, cuando de hecho es simplemente metodológica. Así, se afirma que la actividad económica pertenece a la sociedad civil, y que el estado no debe intervenir para regularla. Pero en la medida en que, en la realidad actual, la sociedad civil y el estado son uno y lo mismo, debe quedar claro que el laissez-faire también es una forma de “regulación” del estado, introducida y mantenida por medios legislativos y coercitivos»
Antonio Gramsci
[1]

"Las subclases e infraclases asoman su desasosegante rostro en las sociedades occidentales avanzadas y la separación entre trabajo y pobreza que había presidido el ciclo del máximo esplendor del Estado del Bienestar consumado ¾y de la centralidad del trabajo como eje de la ciudadanía¾, ahora se vuelve a presentar de una manera difuminada y borrosa, de la pobreza como estado cuantitativo de la necesidad absoluta, embolsada y localizada, pasamos a una nueva pobreza como proceso, funcional y cualitativa, visibilizada por la multitud de sujetos frágiles, débiles y vulnerables precisamente porque no pueden defender su ciudadanía con derechos públicos, sociales y laborales".
Luis Enrique Alonso
[2].


0. El caso español y la crisis del modelo de los estados del bienestar

En torno a estos veinte años que separan a España del momento de la transición postfranquista, dos grandes interpretaciones históricas, dos lecturas relativamente escindidas, han venido ocupando probablemente un lugar ideológicamente hegemónico: pues el periodo entre el final de los años setenta y la actualidad recibiría el nombre de la «España democrática», pero a la vez este lapso histórico sería por derecho propio el de «los años de la crisis». De modo históricamente ambivalente nos encontraríamos entonces ante la cristalización de un imaginario social de carácter ideológico dentro del cual las vinculaciones entre la transición y la crisis son profundas y diversas para numerosos sectores sociales. Precisamente el carácter escindido de ambas lecturas ¾cuyas dimensiones se encuentran vinculadas de un modo latente¾ impediría reconstruir las posiciones discursivas concretas de distintos colectivos sociales en torno a cuestiones como la crisis del empleo y del Estado del Bienestar, más allá de las ya convencionales fórmulas del «desencanto» o de la relativamente antagónica «con Franco vivíamos mejor».
Tal y como interpretaban las transformaciones ideológicas de carácter global diversos estudios cualitativos realizados en los primeros años 80, la conciencia de la crisis “se trata, sin duda, de una conciencia común, generalizada. Pero es una conciencia que se expresa de maneras distitntas, según sea el estrato social del que proceden los grupos y la composición circunstancial de los mismos” [3]. Esta representación diferencial de la crisis forma parte de un mismo proceso en el que simultáneamente resurgen ¾en el caso europeo en general¾ y se hacen especialmente visibles ¾en el caso español¾ las desigualdades entre las diferentes posiciones ocupadas con respecto a la relación salarial para, desde diversas situaciones de empleo, afrontar una reestructuración de la economía capitalista[4]. Pues si las posiciones laborales van a constituirse en divisorias para diferentes formas de situarse frente a la crisis es, en último extremo, porque el fenómeno central de la década de los ochenta con respecto al empleo es sin duda la reconversión del tejido industrial y productivo. También porque, frente a un momento posterior en el que se extiende de modo definitivo la crisis de la conciencia obrera (y en el que triunfa una concepción técnica del paro como problema socialmente indiferenciado), la representación de este fenómeno del paro es, para los sectores trabajadores, el de un dramático crecimiento del paro obrero. “A través del paro se manifiestan ¾viene a señalar Ángel de Lucas en su estudio ya citado[5]¾, sin posibilidad de ocultamiento las desigualdades que caracterizan a nuestro sistema social («hay mucho paro obrero y mucha desigualdad»). Una desigualdad que se manifiesta en un doble sentido. Por una parte, la desigualdad ¾reconocida desde siempre¾ entre los propios obreros y los restantes sectores de la sociedad. Por otra parte, la desigualdad entre los propios obreros; una desigualdad que les está obligando a disputarse entre sí los puestos de trabajo y que, consiguientemente, está enrareciendo las relaciones internas del mundo laboral”[6].
Y es precisamente esta aparición o profundización de la desiguladad y dualización interna a la clase obrera en el contexto de crisis la que sustenta y es reforzada por la propia subordinación de las políticas de mantenimiento del pleno empleo. La pretendida incompatibilidad entre el pleno empleo y la estabilidad económica y monetaria parece entonces fundar una nueva etapa para la historia de los Estados del Bienestar europeos que pasaría a estar marcada por la primacía del control sobre la inflación frente a la estabilidad del empleo (algo que arranca incluso anticipadamente en España con la firma de los Pactos de la Moncloa en los que los salarios pasan a crecer según la inflación prevista). Sin embargo, dadas las diferencias entre los modelos de intervención del Estado en el orden económico-social para el caso español y en el contexto europeo que le sirve de referencia, sólo es posible llegar a la reconstrucción de los sentidos relacionados con las políticas sociales aplicadas ¾en uno y otro lugar, en el antes y el después de la crisis¾ después de intentar reconstruir el momento histórico central que marca la distancia entre las formaciones sociales en las que se basa la diferencia entre los dos modelos.
En este sentido, en la bibliografía más difundida sobre el modelo del Estado del Bienestar parece haber sólo un relativo acuerdo sobre los motivos de su crisis. Un relativo acuerdo asentado en un cierto eclecticismo desde el supuesto de la imposibilidad de una explicación completa de las determinaciones y planos que articulan procesos de naturaleza relativamente heterogénea. Estas explicaciones alternativas vendrían a aproximarse al fenómeno de un modo preferente, bien a partir del materialismo del problema del relativo desmantelamiento de las prestaciones y servicios del Estado social, o bien desde la cuestión ideológica de la ofensiva remercantilizadora actualmente dirigida desde diversas instancias en contra del espacio de lo público. Quedando entonces en el terreno de todos y de nadie el ocuparse de la propia descomposición de lo que podríamos definir como prerrequisitos sociales del Estado del Bienestar: desde la ruptura de la tendencia económicamente expansiva de la postguerra a la propia situación de pleno empleo virtual que se encontraba asociada a la misma en algunos países del centro capitalista. Dentro de estas explicaciones heterogéneas de las limitaciones y aparentemente inevitables crisis de las instituciones del bienestar, podemos encontrar, no obstante, coincidencias de perspectiva como las que se establecen entre los teóricos del neoliberalismo y ciertos renovadores del marxismo de las últimas décadas: la crisis fiscal del Estado; los aumentos de los costes sociales y de reproducción de la fuerza de trabajo; los desajustes entre producción y reproducción social; la propia crisis ideológica de los fundamentos de legitimación social del sistema, etc. Coincidencias, pues, en torno a lo que serían síntomas más o menos consensuados de una situación caracterizada como de progresivo desfase histórico ante un contexto en muchos sentidos radicalmente nuevo. Ahora bien, la existencia de estos consensos parciales dentro de la pluralidad de explicaciones en torno a la crisis de reproducción de las instituciones básicas del Estado del Bienestar, no evita que, a la hora de articularlas en interpretaciones concretas, se mantenga una tensión más o menos acentuada entre las mismas. Se contraponen así, por una parte, las aproximaciones que tienden a situarse en un plano más economicista o material y, por otra, las que lo hacen en una línea predominantemente ideológica. La primera línea de interpretaciones resalta entonces bien el problema de la crisis fiscal del Estado o ¾más críticamente¾ el de la crisis de sus prestaciones en forma de tendencia hacia la infradotación absoluta o relativa de las mismas. Mientras que las segundas plantean el momento de declive que atraviesan en la actualidad los pactos sociales que habían contribuido a la consolidación del modelo a través de los mecanismos de concertación social[7].
Esta escisión de los planos de la interpretación entraña sin duda una limitación para entender de un modo totalizador el fin del período socialdemócrata de postguerra, yendo más allá de una contraposición mixtificada entre la necesidad de más o menos cantidad de Estado y de mercado. La misma se fundamenta probablemente sobre la existencia de dos dimensiones difíciles de reconciliar en el conflicto de las interpretaciones en torno al Estado del Bienestar. Por un lado, la dimensión de la llamada crisis de legitimación y la ofensiva de una nueva derecha supuestamente postconservadora, frente a, por otro. la de la evolución del componente material de las políticas sociales y de las instituciones públicas a lo largo de estos ya largos años de la crisis.

La crisis del Estado del Bienestar en España como proceso ideológico

Precisamente a la hora del planteamiento concreto del caso español, la distinción de los planos, pero a la vez la comprensión de su interdependencia, se configura como especialmente relevante. Esto es así en la medida en que la realidad del muy débil y tardío modelo de prestaciones sociales de carácter garantista-universalista establecido en España, aparece marcada por su desarrollo estructuralmente asincrónico y diferido en el tiempo y no sólo por su pobreza y debilidad comparativa. En el desarrollo de las bases de este sistema, la creación de buena parte de los mecanismos, instituciones y principales expansiones del gasto y las prestaciones sociales se hace durante los años finales del desarrollismo franquista. La Ley de Bases de la Seguridad Social de 1963 constituye un precedente fundamental de posteriores políticas sociales y tiene su aplicación plena con la Ley General de la Seguridad Social de 1966 y una continuación en los II Planes de Desarrollo en 1968. Antes de estos principios sólo se recogen medidas de protección/prevención social de carácter fragmentario y base de aplicación profesionista. Forman parte de éstas la Ley de Accidentes de Trabajo de 1900, el Retiro Obrero Obligatorio de 1919 o el Seguro Obligatorio de Vejez e Invalidez, que vendrían a ir parcheando desde la intervención pública las instituciones parceladas del Mutualismo laboral originario, o los múltiples, dispersos e inconsistentes dispositivos sociales de beneficencia clásicos. De 1958 a 1975 se pasa de una proporción del gasto social en el gasto estatal del 25,5 al 29,9 por 100 del total que ya de por sí aumentó entre 1960 y 1975 un 76,7 por 100 en términos porcentuales de la renta nacional[8].
Será por el contrario sólo a partir del momento de la transición postfranquista cuando ¾ya en la fase de declive mundial de las instituciones socialdemócratas¾ estos gastos sociales se completen en la dirección de una universalización efectiva de las prestaciones que reconociesen su condición de derechos sociales de carácter colectivo. Un logro democrático condenado a un carácter relativamente formal que se añade a la institucionalización de los mecanismos de concertación social y participación política. De este modo se veían así separadas las dos vías a través de cuya síntesis se había llegado históricamente a la constitución de las políticas sociales de integración de los Estados del Bienestar. Pues las políticas sociales del franquismo, en su orientación hacia la reproducción de la fuerza de trabajo, parecían inspirarse en las instituciones bismarckianas ¾de base profesionistas y gremialistas­¾ que databan de principios de siglo. Mientras que, por el contrario, una tendencia universalizadora análoga a la de las implantadas a partir de la inspiración proporcionada por el informe Beveridge ¾para el caso británico¾, se vería, en el de España, realizada únicamente en el momento en el que la posibilidad de que la condición salarial continuase como centro de la concertación y de las políticas sociales parecía históricamente periclitada. El reconocimiento de la representación del trabajo se produciría así sólo después del descentramiento social y político del trabajo.
En este proceso, la propia metáfora Estado del Bienestar, como forma ideológica destinada a describir y simultáneamente plantear un sentido normativo en torno a la intervención del Estado en la regulación de los procesos económicos, el suministro de bienes básicos, la mediación institucional en el mundo del trabajo, etc., viene a cobrar un papel concreto diferencial dentro del debate ideológico que se produce en nuestro país. Este sentido es quizás imposible de aprehender sin asumir en qué medida la idea de su crisis y desmantelamiento se encuentra marcada ¾desde un punto de vista proyectivo¾ como una frustración del anhelo que partía del antifranquismo de una transformación social progresiva en la línea de una potencial convergencia con la realidad europea. Pero desde una perspectiva más realista, el caso español se encontraría sobredeterminado desde su condición de semiperiferia atrasada con respecto los países centrales del capitalismo a participar de modo dependiente de algunos de los frutos del ciclo expansivo de la última onda larga de la economía de mercado en los años 60. En este contexto aquella expectativa colectiva de progreso igualitario y democrático se ve reprimida en el final de los años 70 tras el momento de democratización en que España parecía acercarse a Europa de manera radical. Una frustración que supone el origen inmediato del llamado desencanto. Un desencanto erigido sobre la distancia que media entre nuestra realidad social y el modelo de las sociedades del bienestar y que tendría diferentes formas y versiones: bien en el corto plazo postransicional, a través de la represión desmovilizada de las activas bases del movimiento obrero, vecinal o de los partidos de izquierda militante frente a su lucha por una ruptura política más o menos radical; bien ¾en un medio plazo¾ en el desencanto de las esperanzas progresivas depositadas en que las concesiones hechas a cambio de la sustitución de esta ruptura por una reforma pactada, tuviesen la contrapartida de un progreso material impulsado entonces por la acción redistributiva del Estado y que fue reconocido de un modo tan amplio como idealista en la Constitución de 1978. En este momento, la universalización paulatina y progresiva de las prestaciones sociales en tanto que derechos ciudadanos será realizada bajo el signo de la crisis económica y del ajuste impuesto a las políticas sociales tras los años 1970, fundamentalmente a través de unas dotaciones de mínimos cada vez más insuficientes ante el proceso de fragmentación y dualización social que marcará la dinámica social de nuestro país a partir de los años 1980.
No se pretende con ello negar la reivindicación del espacio de lo público y de la lógica democrática de la redistribución que la institución del Estado del Bienestar ha representado, sino por el contrario, simplemente señalar las mediaciones que supone hacia un debate concreto en torno a su crisis para el caso español. Este proceso diferencial en el plano ideológico parece ser un elemento central para entender una crisis ideológica de legitimidad actualmente atribuida a las funciones del Estado y a lo público. Crisis, que anticipa y supera en general las que van a tener lugar en otros casos europeos. Este ibérico desencanto estaría marcado por la ausencia durante tantos años de otra esfera de lo público y de otra razón común que la de unos mitos integristas del franquismo contrapuestos entonces a la madura lógica democrática que encarnaban los países europeos. Sobre esta contradicción evidente se asientan y circulan fácilmente los tópicos más radicales acerca de lo insostenible e intrínsecamente perverso de los mecanismos reguladores y distributivos del Estado intervencionista, identificado aquí con la burocracia corrupta de las instituciones franquistas. De tal manera que la racionalización de la administración del Estado sería resultado de un análisis según el cual buena parte de la responsabilidad en la reducción de los excedentes empresariales eran las excesivas cargas de las contribuciones empresariales a la Seguridad Social, un factor “seguramente ligado a la irracionalidad del aparato de Estado español tras cuarenta años de dictadura”[9]. Pues en tanto que difícilmente puede sostenerse que éste Estado del Bienestar ha existido en España solamente a partir de los años 80, tiende a funcionar entonces su identificación con las viejas maneras de un Estado franquista que habría sido derrotado por el reflujo de la sociedad civil. Contribuyendo desde esta identificación ¾evidentemente, de un modo complementario con otras muchas dimensiones¾ a facilitar en este nivel de la hegemonía ideológica la consolidación de los discursos neoliberales.
Por tanto, hablar aquí desde una perspectiva histórica de medio plazo del retorno de la exclusión y vulnerabilización social o de la tendencia hacia la crisis y minimización de las políticas asistenciales necesita del replanteamiento permanente de las que son especificidades y asincronías en esta historia de las funciones estructurales de la intervención estatal y los sentidos posibles de las políticas sociales para el caso español. Sin que esto pueda suponer no obstante que los procesos ideológicos y sociales que determinaban las formas de desarrollo de los países centrales del capitalismo no influyan sobre las transformaciones de estas funciones en el caso español a lo largo del franquismo, durante la crisis de los años setenta y más aún en una posterior etapa de incremento de una interdependencia asimétrica de España con respecto a estos países.

Una institucionalización asincrónica de derechos y prestaciones sociales

Desde un punto de vista más concreto podríamos señalar que, en este sentido, los problemas para entender la naturaleza específica de estos procesos estarían marcados fundamentalmente por un carácter diferencial que afectaría tanto a los planos de lo ideológico y lo material. Ambas dimensiones van a caracterizar así la singularidad de este Estado asistencial autoritario frente a un Estado del Bienestar que estaba no obstante muy lejos de constituir una realidad homogénea en los países en los que había surgido y desarrollado de modo dominante[10]. En primer lugar, la singularidad de un sistema asistencial fundado a partir de los años 1960 sobre la base histórica de unas dotaciones de consumos colectivos o públicos impulsados bajo una racionalidad que podemos caracterizar como proprivatista. Dentro de la cual, estas prestaciones se encuentran supeditadas de un modo casi absoluto en su génesis y durante buena parte de su desarrollo a las puras necesidades más crudas del desarrollo de un sistema capitalista nacional y un mercado interno de bienes de consumo. Viniendo a jugar entonces un papel mucho más determinante las necesidades capitalistas de constitución una norma de consumo de masas como contexto y origen de las políticas de este Estado asistencial, que el que estas pudieran tener con respecto a la constitución de la propia norma.
Como segundo rasgo diferencial básico, este modelo presenta dificultades no menores para ser entendido como sistema que funciona sobre la base ideológica de un pacto social amplio, a la manera en que se ha venido sosteniendo que los llamados pactos keynesianos prestaban su legitimidad a los modelos sociales europeos de postguerra. Porque, básicamente, el conjunto de prestaciones y seguros sociales que durante la etapa de racionalización modernizadora procapitalista del segundo franquismo van a impulsarse, se encuentran radicalmente lejos de suponer un modelo de intervención redistributiva del Estado en el contexto de una sociedad del bienestar de algún modo fundada sobre las transacciones asimétricas de unos pactos sociales de carácter progresivo y democrático. Una concertación entre actores sociales difícilmente representada por la acción de los sindicatos verticales, aún desde su participación por parte del movimiento obrero en su estrategia entrista. A pesar de lo cual, este proceso no dejará de tener sus efectos redistributivos sobre los salarios en general en el periodo expansivo que se produce a partir los años 60’ y que lleva a un crecimiento salarial bastante por encima de la inflación ¾aunque sin llegar al límite de la productividad, salvo en los débiles momentos finales del Régimen¾. Esta redistribución parcial y diferida, iba a tender a configurar unas clases medias funcionales salarizadas en los servicios de la gran corporación capitalista o en el seno del funcionariado de la administración pública. Una nueva formación de clase que desplazaría definitivamente a la vieja pequeña burguesía patrimonial en el umbral de los años70, a través de una integración de mínimos ¾si bien progresiva y creciente¾ y esbozaba un horizonte colectivo de “ir a más” en el plano material[11].
Este “Estado Autoritario del Bienestar”[12] o Power State[13], realizaba así desde los años 1960 una intervención basada en una cierta concepción de la integración que parecía inspirarse de alguna forma en la perspectiva de E. Durkheim acerca de la organización social corporativa. Una integración corporativa funcional, en torno a la norma modernizante del desarrollismo tecnocrático, de una norma urbana de consumo de masas que tiende a homogeneizar ¾pero no a igualar¾ las condiciones de consumo y vida de los sectores centrales de la sociedad. Pero si este laxo individualismo corporativo resultaba incapaz de realizar una integración social efectiva, o ya simplemente de mantener la cohesión, no es únicamente porque se enmarcase en un régimen dictatorial que negaba por completo los derechos de ciudadanía política basados en el derecho al voto y la participación política indirecta. Sino, fundamentalmente, en la medida en que estas políticas asistenciales entrañaban un sentido histórico e ideológico bien distinto al reconocimiento o asunción de una ciudadanía social basada en el reconocimiento "de los derechos de bienestar, materializados en la provisión o facilitación estatal de una larga serie de bienes y servicios públicos considerados dentro del consenso democrático como responsabilidad de las naciones"[14].
Desde una esfera de lo público-político marcada por un signo racionalizador y autoritario, el caso español ha conocido entonces una dinámica profundamente diferencial con respecto al europeo asimismo como proceso contradictorio y conflictivo de desarrollo y profundización de la condición social colectiva. Un desarrollo parcial que va a contrastar con la condición social y democrática de ciudadanía total en tanto que "fusión prácticamente inseparable de elementos de naturaleza política, social y económica [en la que] a las libertades políticas tradicionales (...) habría que añadirle una larga serie de derechos concretados en el suministro de bienes que no eran mercantilmente ofertados de una manera directa, y otro buen número de derechos laborales derivados de la institucionalización pública del conflicto industrial y del mercado laboral"[15].. Una debilidad de la conciencia ciudadana, de la razón común democrática perdida en la larga noche franquista, que constituye una de las la raíces estructurales fundamentales a la hora de entender la actual regresión en la que se encuentra esta condición de ciudadanía social, obturada entonces en su desarrollo bajo lo que podemos denominar de un modo amplio «la nueva hegemonía ideológica del realismo del mercado».
Como ha sido señalado con frecuencia en los estudios acerca del Estado del Bienestar, no puede obviarse que la insistencia en este proceso de crisis es utilizada eficazmente como parte de la estrategia que trata de minar las bases de este modo de regulación social[16]. La idea de esta crisis contiene entonces entre otras muchas dimensiones la de formar parte de un mito reaccionario, es decir: una idea-fuerza al servicio de la estrategia neoliberal de la clase dominante cuando ve puesta en peligro su hegemonía. En tanto que el mantenimiento del pleno empleo era ¾como señala el propio David Anisi¾ el eje central, junto al crecimiento salarial paralelo a la productividad, de la situación de los pactos keynesianos, este discurso sobre la crisis pretende legitimar desde un comienzo la insostenibilidad de aquella situación de las relaciones salariales. Esta ruptura de un pacto por el mantenimiento del pleno empleo ¾que en el caso español como en el de otros países sólo había sido posible, entre profundos costes sociales, a través de una emigración masiva[17]¾ va a marcar también la forma en la que en la reciente apertura democrática de la España de la postransición se van a instituir los mecanismos de la concertación social. En este sentido, el diagnóstico, ampliamente declarado e incluso celebrado, según el cual esta crisis supone el fin del Estado del Bienestar, no es otra cosa que el gran mito de los años ochenta desplegado por los tecnócratas neoliberales convertidos en el equipo médico habitual de las «sociedades del riesgo». Un discurso ideológico que intenta imponer así un contexto disciplinario de ajuste para unas políticas sociales que van a resultar progresivamente insuficientes con respecto a la destrucción de puestos de trabajo creciente de forma exponencial desde finales de los años 1970 hasta configurar un enorme desempleo de carácter estable.
La depuración de los costes económicos de la gestión e intervención pública que caracteriza a la crisis del Estado del Bienestar, ha supuesto de un modo inmediato e imprevisto la aparición de un cuadro patológico, en el paso de los años 70 a los años 80, caracterizado por la emergencia de los fenómenos de paro masivo, precarización y flexibilización laboral, reducción de la cobertura de la protección social, etc.; o incluso, desde el medio plazo histórico en que se sitúa esta crisis estructural, podemos considerar las transformaciones sufridas por el estado social como un proceso enmarcado en un cambio imprevisto en el transcurso de una enfermedad, considerando ¾si se nos permmite y como sería justo, debido y saludable¾ al propio capitalismo como una enfermedad o, al menos, como una alienación social profunda.
El intento de naturalizar esta situación se presenta como la firma de una autopsia prematura de cualquier forma de protección social que se expresa como una clara amenaza para los colectivos sociales más
vulnerabilizados. Frente a esta ofensiva la comprensión de lo que haya de mito y de realidad en las transformaciones y crisis del Estado social exige seguir buceando en las tensiones y relaciones históricas entre lo normal y lo patológico. Porque esta tensión hace precisamente que para el caso español este mismo periodo consolide un contexto económico e ideológico singular ¾respecto a la Europa central¾ reivindicado interesadamente como el de la genuina creación de un Estado del Bienestar pleno en España. Y es efectivamente en esos primeros años de la monarquía constitucional cuando se instituyen unas negociaciones corporatistas orientadas a apoyar la creación de empleo, el crecimiento de la tasa de cobertura por desempleo o incluso el control negociado de la introducción de las nuevas tecnologías para la producción. Sin embargo, la reforma social contenida en esos pactos globales tiende a vaciarse de sentido y convertirse en inviable en la práctica. De tal manera que el progresivo aplazamiento en la política española de estos contenidos que eran reivindicados una y otra vez en los pactos sociales firmados con los sindicatos, va a mostrar la dificultad para el desarrollo de un proceso de integración social democratizadora y redistributiva apoyado en la acción de las políticas públicas. Porque, aunque a muchos pueda parecernos evidente que la ofensiva neoliberal es el síntoma más claro del capitalismo como patología, el Estado del Bienestar está lejos de ser, por oposición, la saludable normalidad del modelo social europeo que se despliega aproblemáticamente en España con el fin del régimen dictatorial. Porque en el medio plazo de la historia de las formaciones sociales capitalistas desgraciadamente no hay espacio para esa normalización aconflictiva. A pesar de lo cual, es preciso reconocer que este Estado del Bienestar tuvo la virtud para las sociedades europeas de parecer ser durante unos años capaz de convertir una afección capitalista, que a mediados de este siglo tendía a revelarse como definitivamente mortal, en una simple dolencia crónica. Evidentemente, esta cura tenía mucho de homeopática ¾y en especial en el caso español a partir del desarrollismo franquista¾ en tanto que regulaba la administración de los agentes patógenos básicos de la enfermedad en dosis que los hiciesen tolerables. Y así las profundas transformaciones de la sociedad española en los años sesenta, que tendían a volver a convertirla en una región del mundo occidental, tuvieron mucho de racionalización capitalista: creación de un mercado nacional, mecanización de la producción agraria, desarrollo de la producción de bienes de consumo estandarizados, etc. Sin embargo, en el caso clínico español, no hace falta insistir en que el tímido proceso de reforma social que se inicia al final del franquismo y que inserta a España en el modelo redistribuidor del estado europeo también ha supuesto el origen de una serie de transformaciones progresivas en forma de derechos, prestaciones públicas, políticas redistributivas, seguridad en el empleo, etc. que ahora, en los años 1990, se verían renovadamente amenazadas.

1. Las ambivalencias de los años 80 para el estado del bienestar en españa: generalización de un sistema asistencial de mínimos frente a la ausencia de una concertación social global

“Todo esto disipa la imagen de una transición nítida desde la regulación keynesiana a la organización liberal del mercado de trabajo. Un análisis atento de los rasgos de esta transición pone de manifiesto que no es el producto unilateral de una voluntad clara y precisa, sino más bien el resultado de un complejo de estrategias mediante las cuales se asegura, refuerza y desarrolla el orden económico-social”[18]

A partir de la transición postfranquista este proceso de universalización de los derechos sociales se enfrenta a la recurrencia de una tendencia a la subordinación efectiva de las políticas sociales a unas prácticas ideológicas y de gobierno marcadas por la permanencia, en esta nueva fase histórica, de un sentido global finalmente racionalizador ¾desde el punto de vista de la modernización social y económica¾. Se mantiene pues, a pesar de las enormes diferencias generales existentes a favor del período democrático, una tendencia hacia el dominio de una racionalización que parece aplazar y subordinar permanentemente las reformas. Esta permanencia de un sentido crudamente racionalizador conecta de esta forma el gasto público y social que en el desarrollismo franquista se destinaba a apoyar la creación de una norma de consumo de masas fuertemente privatista, con la socialización de los costes empresariales, el saneamiento del sector bancario o la salvaje reconversión industrial de los años 1980. Las políticas sociales, desprovistas de su función de reproducción de la fuerza de trabajo, van a retroceder paulatinamente hacia su rol tradicional de mantenimiento de una paz social que se verifica ahora a través de una individuación creciente en su aplicación y sentido. Una dirección de transformación del sentido de las políticas sociales que ¾en su límite¾ se aproxima a la función central de éstas dentro del capitalismo miserabilista que se ha venido llamando hasta ahora del s.XIX. Esta subordinación de la reforma en el medio plazo histórico de la modernización en España, podemos decir que puede plantearse asimismo desde la debilidad de los pactos sociales que legitimaban el proceso de reforma en tanto que transacción recíproca. Una transacción asimétrica que se había alcanzado en algunas sociedades desarrolladas a merced de un contexto especialmente favorable para estos países y de la propia posición de fuerza estructural de una clase obrera fordista consolidada en los mismos. Sin embargo, y en la más tecnocratizada realidad social española, tampoco llega a tener lugar después del proceso de transición una culminación de la concertación social hacia pactos que comprometiesen de modo efectivo el desarrollo social. Esto es así en la medida en que se va a producir un divorcio efectivo entre la dinámica económico-corporativa de concertación y reivindicación en el terreno laboral promovida por los sindicatos ¾y marcada por dos grandes huelgas generales¾ y la realidad de unas políticas económicas neoliberales. Políticas del PSOE realizadas con el apoyo de los poderes financieros y sobre la base del dominio ideológico de una asunción social mayoritaria de la inexistencia en el terreno electoral de otra alternativa efectiva para el mantenimiento de la democracia y de un mínimo de las conquistas sociales. En definitiva, la institución de una dinámica de concertación social que resulta escindida al ver la luz y comenzar a realizarse bajo un corporatismo de crisis subordinado entonces de modo efectivo a una debilidad inicial del marco democrático que se configuraba en tiempos de estancamiento y recesión[19]. Asimismo, un corporatismo de crisis y austeridad que sólo se entiende como modelo político de transacción en tanto que resultado del cierre por arriba de los conflictos del proceso de transición bajo su dinámica de imposición de un consenso. Un cierre que en el terreno ideológico consolida la idea de la ausencia de alternativa de modelo de sociedad a través de la despolitización de la cuestión social y de la autonomización del plano de lo económico en tanto que una parcela de la realidad social cuyo contenido se tiende a hacer aparecer ahora como puramente técnico[20].
Un proceso que tiene su origen en el momento de la transición, donde los acuerdos que la sellan ¾en especial los Pactos de la Moncloa¾ no entrañaron la construcción de un pacto keynesiano que repitiese más de veinte años más tarde la historia europea de edificicación de una dinámica corporativa. Sin embargo, en estos años 1970 el corporatismo se encuentra asimismo en una crisis general en las sociedades europeas que sus Estados, ejerciendo su función de mediación institucional, intentan resolver para acabar con el resurgimiento del conflicto de clases que se había producido en Europa occidental a partir de 1968. Este corporatismo había ofrecido en los años 60’ una “solución ideal al problema central del capitalismo moderno: el mantenimiento del orden donde las relaciones de mercado ya no son soberanas, donde la división entre política y economía ya no puede sostenerse y donde tanto la clase obrera como el capital están organizados”[21]. La dinámica de estos años 70’ es en cambio otra, ya que en este momento ¾de un modo dramáticamente radicalizado en el caso de la transición española¾ “falta el requisito fundamental del corporatismo ¾suficiente consenso ideológico para ocultar los conflictos inherentes a la relación de clase¾”[22]. Pues la situación española distaba especialmente de una dinámica posible de concertación social más o menos global porque, además de esta ausencia de consenso ideológico básico, la integración de la clase obrera distaba mucho de haberse producido siquiera desde el punto de vista material. Ya que, a pesar de la homogeneización de los años 60 y 70’, las fronteras de clase en cuanto a nivel y calidad de vida ¾algo que se evidenciaba por ejemplo con respecto a la cuestión de la vivienda¾, continuaban siendo básicas. Por último, otro elemento dificultaba la concertación y venía a manifestar el carácter radicalizado de una condición de no integración: el contraste entre la capacidad de movilización de esta clase obrera y el grado de organización que exigía una representación de la que había carecido desde el punto de vista institucional.
El consenso que finalmente viene a alcanzarse tras el cierre del proceso de transición, si bien ha conseguido ¾en el nivel dominante y no sin excepciones destacables¾ realizar la función clásica de las dinámicas de concertación y pacto social de canalización de un conflicto incontrolable separando sus dimensiones e institucionalizando sectorialmente la negociación, difiere radicalmente de la realidad del armisticio ideológico basado en la centralidad social del trabajo y el reconocimiento de una serie de derechos ligados al mismo al que se había llegado en Europa en los años 1960. Este “algo que se parece mucho al consenso” al que llega el capitalismo moderno al “integrar a su población trabajadora bajo la condición de incrementar la prosperidad general”[23], podemos considerar que no se ha producido cuando la concertación tiene su máximo sentido como imposición de un largo ajuste que todavía no ha terminado en la actualidad. Desde un punto de vista histórico esta institucionalización tardía de la negociación es en tanto armisticio, algo que se parece bastante a un proceso de desmovilización como forma de imposición de los resultados de la crisis económica del capitalismo. Una desmovilización que va a marcar los años 70’ y a afectar especialmente (de modos muy diversos pero no exentos de drámaticos rasgos comunes) a los países situados como España en la semiperiferia mundial, desde el sur de Europa hasta Chile y otros países de Latinoamérica.

Nuevos papeles estructurales del Estado y flexibilización del mercado de trabajo en los años 1980

A pesar de su complejidad y ambigüedades las transformaciones globales de las políticas sociales que arrancan en la transición y se consolidan en los años ochenta tienen una línea dominante que dota de una cierta coherencia a todo el periodo. En este sentido, el periodo tratado supondrá una universalización de la asistencia de mínimos de parte de los bienes colectivos básicos ¾donde no se contempla, por ejemplo, el acceso generalizado a la vivienda¾, pero una universalización en la que el crecimiento del gasto social está supeditado desde su origen a las necesidades de otras políticas públicas, más orientadas a la intervención directa en el sector empresarial. De esta manera, las políticas sociales están atravesadas por una fuerte continuidad respecto a las bases prácticas y legislativas heredadas de los últimos años del régimen franquista[24], mientras que el cambio más relevante tendría lugar en el compromiso adquirido por el Estado en la recuperación de los excedentes empresariales como condición necesaria para la superación de la crisis económica frente a la dinámica dominante desde el final del franquismo hasta los Pactos de la Moncloa. En este sentido, el crecimiento sostenido del gasto social como porcentaje del PIB entre 1968 y 1981 no representa un cambio cualitativo en las estructuras de la intervención del Estado, más bien dicho crecimiento era resultado de la inercia de los propios contenidos normativos configurados en plena etapa autoritaria en un contexto de fuerte crecimiento del desempleo y de envejecimiento de la población, así como de las presiones de un sólido movimiento obrero.
Sin embargo, la fuerza de la respuesta empresarial a la crisis económica conducirá a una flexibilización de hecho del mercado de trabajo en la que se romperá el marco legal que fuera sancionado en los últimos años del franquismo. Ampliándose así, a través de las nuevas formas de gestión de la mano de obra, la distancia entre la legalidad definida por el marco jurídico y la ilegalidad de la gestión empresarial[25]. Por ello, las actuaciones del Estado respecto a la gestión privada de la economía hacen que el periodo de concertación social de los primeros años de la democracia esté marcado por una fuerte juridificación, por el desarrollo e implementación de todo un conjunto de normas laborales relativas a la representación y las funciones de los sindicatos, las condiciones de trabajo, etc. Pero detrás de las normas que regulan la participación de los sindicatos en la democracia se sucederán las reformas ¾cuyo germen estaba ya en los acuerdos previos a la aprobación del Estatuto de los Trabajadores¾ hacia una permanente adecuación del marco legislativo al proceso de flexibilización del mercado de trabajo. Así, las políticas sociales durante los primeros ochenta, sin variar en su composición y en un momento de máximo crecimiento respecto del PIB debido al estancamiento de éste y al crecimiento del desempleo, adquieren una dirección y un sentido social dominante muy diferente respecto al que habían tenido durante finales de los sesenta y casi toda la década de los años setenta. Puesto que la progresiva integración social a partir de crecientes prestaciones y servicios colectivos, como elementos del salario indirecto pero asociadas a las cotizaciones de origen salarial ¾y dignificados progresivamente más como derecho que como concesión paternalista del Estado¾, va a transformarse en unas políticas sociales cada vez más incapaces para frenar el proceso de dualización social abierto por la reestructuración económica.
Estas políticas sociales coinciden precisamente con una transformación de los papeles estructurales del Estado que va a articular de una forma cualitativamente nueva su acción de mediación y representación de intereses de diferentes colectivos con la tendencia a encauzar y apoyar la racionalización de una nueva fase de modernización capitalista. En los años 80 viene a producirse entonces una contracción relativa del gasto social frente a la expansión que se había producido en los 70 impulsados por la presión reivindicativa los movimientos populares. Las dinámicas generadas en ese momento arrastraron un crecimiento del gasto social que pasó del 16,2% del PIB en 1975 al 23,6% en 1984[26], pero teniendo lugar una ruptura que hacia 1981 provoca que el mayor aumento del gasto social sea en las partidas destinadas a la socialización de pérdidas empresariales, comenzando además el periodo de reconversión industrial masiva[27]. De hecho, las prestaciones sociales se contraerán de tal modo que en 1984 ocuparán menos peso que en 1975. Desde este punto de vista, parece que el modo de resolver parcialmente la crisis fue una participación mayor del Estado en la economía destinada a la recuperación de los excedentes empresariales, pero sin contemplar el control de tales excedentes, ni la orientación de las inversiones o las condiciones en las que se generaba empleo. Se sientan así las bases para el peculiar modelo de crecimiento que tiene lugar en España en la segunda mitad de los ochenta donde la intervención del Estado asume también la escisión de sus intervenciones en el plano económico y en el plano social. Pues en el plano económico se mantiene la intervención del Estado en el nivel estructural de la organización productiva acometiendo sucesivos procesos de privatización, subvenciones para la reducción del coste salarial y para la renovación de los sectores en reconversión, así como la progresiva liberalización del modelo de fijación salarial. Y si bien es difícil recoger aquí de forma breve los planes de reestructuración productiva acometidos por el Estado mediante la reconversión industrial y las ayudas a determinados sectores y empresas, sí es pertinente señalar cómo desde los primeros pactos de la transición se acomete una transformación radical de la relación salarial ¾eje de la construcción de los Estados del Bienestar y de toda la organización de las prestaciones públicas y la Seguridad Social¾ cuyas raíces se encuentran en el sometimiento del crecimiento del salario según la inflación prevista por primera vez en los Pactos de la Moncloa y en las tres modificaciones en la determinación del salario introducidas por el Real Decreto de diciembre de 1978: vinculación del nivel salarial con el nivel de empleo, sometiendo a un intercambio inevitable el paro y el aumento de los salarios; vinculación del incremento salarial a la productividad, generando con ello una creciente individualización de la relación salarial; y vinculación con la situación económica de la empresa, que introducirá la claúsula de descuelgue para determinadas empresas en los convenios colectivos [28].
Por el contrario y frente a esto, en el plano social las intervenciones del Estado se caracterizan, como ya hemos señalado, por la universalización de las prestaciones mínimas en sanidad, educación, salario y pensiones ¾frustrando siempre su aproximación a los niveles europeos¾. No obstante lo hacen también por la renuncia a la consolidación de una condición atractora de trabajador asalariado que fuera la base y en torno a la que pudiera realmente sostenerse y expandirse el conjunto de prestaciones sociales garantizando una mínima calidad de las mismas. De modo contrapuesto, y como señalaremos más adelante, lo que se incentiva es una fragmentación creciente de la condiciones de inserción en el mercado laboral que generará un índice de inestabilidad sostenido desde finales de los ochenta en torno al 35%.
Más allá de la institucionalización de la patronal o de los sindicatos como actores sociales de la reciente democracia, el periodo de acelerada y compleja concertación social de 1977-1981 significaba también la emergencia del propio Estado como interlocutor válido y agente legítimo para la intervención en la realidad social y económica. Durante el último periodo del franquismo la fuerza de CC.OO. y USO había logrado vaciar de contenido a las estructuras orgánicas del sindicato vertical hasta el punto de que los propios empresarios preferían negociar con los representantes informales ¾pero reales¾ de los trabajadores para evitar los conflictos, en un contexto en el que el Estado aparecía sólo como obstáculo y como agente represor transformando los conflictos laborales en conflictos totales en los que se ponía en cuestión el orden económico y político[29].
Este carácter total del conflicto provenía asimismo de la convulsa dinámica política de los últimos momentos del franquismo dentro de la que la oposición al régimen se aglutina en el bloque de un antifranquismo plural unificado por la idea de constituir un frente antioligárquico amplio. Esta perspectiva antioligárquica entrañaba entonces el proyecto de una necesaria modernización del país realizada en contra de una vieja oligárquia retrógrada y bunquerizada. Así, el mito de un frente progresista plural apoyaba la idea de la labor modernizadora pendiente de una burguesía nacional igualmente progresista. Esta ruptura progresiva pendiente religaba ideológicamente el destino y el proyecto de las emergentes nuevas clases medias funcionales que encarnaban esta burguesía, con el de la clase obrera industrial que actuaba de vanguardia efectiva del antifranquismo. Sin embargo la situación de conflicto radical provenía más del carácter no integrado de esta clase obrera, que de la coincidencia objetiva de los intereses de los grupos sociales que enfrentaban el franquismo. El mito interesado de la lucha antioligárquica y la burguesía progresista, va a cumplir un papel fundamental a la hora de borrar unas diferencias que empezaban por la situación de una clase obrera que había participado de forma muy limitada de los frutos del desarrollo y que ¾antes de encontrarse plenamente integrada en la norma de consumo de masas¾ iba a sufrir el ajuste de la crisis de los años 70. Por tanto un conflicto político no escindido todavía del conflicto laboral o económico dentro del cual las reivindicaciones de los trabajadores van a unificar la lucha por la democratización social y política. Esta es una dinámica que va a chocar con las necesidades de desmovilización del proceso de transición, en el que precisamente el consenso se cierra sobre una reforma política aperturista que en alguna manera ocupa el lugar de una contrapartida con respecto al ajuste económico.
En la concertación laboral que se consolida a continuación, el «marco democrático» es utilizado como argumento para que “un conflicto laboral, por duro que sea, se mantenga en los límites de lo puramente sindical, sin llegar a politizarse ni a crear problemas de orden público”[30]. Ante el representante legítimo de la «voluntad general» los sindicatos pasan a representar intereses particulares contrarios, en el nuevo contexto de la crisis económica, al desarrollo global de la sociedad. Frente a la clase obrera el Estado asume la responsabilidad de atender a los colectivos específicos más afectados por la crisis ¾jóvenes, mujeres, parados de larga duración, trabajadores de sectores en proceso de reconversión, etc.¾. Las políticas sociales pretenderían responder así a la realidad de un mercado de trabajo segmentado en el que la rigidez de ciertos estratos de trabajadores asalariados impiden la creación y el acceso al empleo de colectivos «débiles». Sin embargo, es evidente, como señala Michel Aglietta en el prólogo a la reedición inglesa de su ya clásico libro Regulación y crisis del capitalismo, que la segmentación del trabajo asalariado no es una novedad de los años 1980, sino que ha constituido un proceso central del capitalismo organizado de la era fordista[31]. Pero esa continuidad ¾que atraviesa el momento de la crisis¾ en la forma de la jerarquización y división funcional de las categorías y posiciones laborales, contrasta con la ruptura que tiene lugar entre la convergencia y la unidad en torno a la condición salarial y los derechos colectivos que a ella estaban progresivamente asociados y que habría alcanzado su punto culminante en ese resurgir del conficto de clases a partir de 1968; y la profunda desestructuración de la clase obrera en la larga postcrisis, dentro de la cual la segmentación laboral ocupa una dimensión entre otras. Desestructuración que, a su vez, podemos interpretar, en lo que a la crisis del Estado del Bienestar se refiere, como un descentramiento político del trabajo que hace posible abrir una enorme distancia entre la letra de la reforma social que funda la concertación corporatista a finales de los años 1970 y el contenido de unas políticas económicas de ajuste. Distancia que marca “la contradicción entre la existencia de derechos legales y su incumplimiento [y que] tiene su origen en la desigualdad y la coerción, pero tiene su condición en la subjetividad de los trabajadores precarizados”[32]. Por ello el cambio y la novedad en los años 1980 es la consolidación de un “modelo económico en cuyo contexto emerge la norma precaria de empleo”[33]. Una condición social que dotaría de una nueva unidad a esos colectivos frágiles del mercado de trabajo ¾jóvenes, mujeres, trabajadores en edad madura¾ pero cuyo origen vuelve a ser necesario remitir a la dinámica conflictiva de los años 1970 y a la particular imposición de una conciencia de la crisis que permite, en el caso español, postergar indefinidamente la intervención estructural del Estado en la distribución de la renta. Instalando de forma permanente a un porcentaje progresivamente mayor de la población asalariada en la condición ¾transversal a otras segmentaciones del mercado de trabajo¾ del «precario laboral», que afectaría de una u otra forma a alrededor del 43% de la población activa[34].

Descentramiento social del trabajo e individuación de las políticas asistenciales

En el contexto de esta profunda transformación de las relaciones sociales que tiene lugar a lo largo de estos años 1980, esta tendencia a la aparición y el reconocimiento de diversos colectivos sociales no ligados directamente al mundo del trabajo en tanto que actores de una participación política indirecta y a la vez interlocutores del diálogo social y destinatarios de las políticas públicas, va a presentar un balance ambivalente. Pues, en primer lugar, este reconocimiento de los derechos de colectivos como los vecinos, las mujeres, los jóvenes, los ancianos, etc., desde un punto de vista histórico, forma parte potencial de una tendencia hacia la diferenciación y universalización de las prestaciones que realizase el cierre de la universalización del bienestar. Su reconocimiento en tanto que derechos ciudadanos otorgaba unas prestaciones complementarias concedidas de modo independiente a la cotización directa. En este sentido se trataba de una tendencia que en principio no resulta necesariamente incompatible ¾como señalaba en parte la experiencia europea¾ con el reconocimiento de la necesidad de una acción estructural sobre las relaciones laborales y la división social del trabajo más allá de la acción asistencial sobre los excluidos del mercado de trabajo. A partir de la asunción de la relación salarial como dimensión estructural básica de las relaciones sociales, el objetivo hubiera sido entonces una redistribución igualitaria cuya necesidad se encontraba agudizada por la conjunción de un paro estructural creciente y una tasa de actividad fuertemente incrementada en los años 60 y 70. Este intento de compatibilización de la aparición de nuevas reivindicaciones con la centralidad que esta relación salarial continúa teniendo va a hacerse, por ejemplo, desde el mundo sindical a principios de los 80 a través de un reconocimiento explícito del surgimiento de nuevas fronteras para la acción sindical que marcaba la necesidad de defender a los trabajadores igualmente bajo sus condiciones de consumidores, usuarios o vecinos, participando en el control de la gestión de la Administración en todos los ámbitos que les afectasen fuera de la empresa[35]. Sin embargo, el proceso real de transformaciones del papel estructural del Estado a través de los servicios y prestaciones sociales, va a llevar en el medio plazo a una asunción de la individuación que viene produciéndose en el ámbito de las relaciones laborales. Los problemas de estos colectivos, especialmente en su relación con el acceso al empleo en casos como el de los jóvenes, van a recibir entonces tratamientos prioritarios específicos a través de formulas excepcionales que los convierten así “en una punta de lanza de la flexibilización del mercado de trabajo. Ellos van a ser la coartada sobre la que se argumentará la quiebra de la relativa estabilidad y seguridad del mercado de trabajo”[36]. Esta tendencia a la inclusión de diferentes colectivos en unos bienes públicos básicos se realiza en contradicción efectiva con el reconocimiento de un pluralismo del bienestar que se plantease la extensión de la seguridad que se concedía al trabajador a las distintas identidades que articulaban ciudadanía y trabajo. Más bien, sitúa en posición contradictoria la asistencia hacia estos colectivos no directamente ligados al proceso de producción, con respecto a la centralidad de la clase obrera y con el conjunto de derechos que a través de ella se habían construido en torno al estatuto de trabajador en los Estados del Bienestar europeos. Esta contraposición se produce también en el nivel de las prestaciones, segregando e incomunicando las nuevas rentas de inserción ¾que surgen como intento de dar respuesta a los procesos de exclusión de colectivos separados del trabajo¾ con respecto a las políticas de creación de empleo e integración en el mercado de trabajo.
Será la escisión devenida e impuesta en el proceso de transición postfranquista entre el plano de las reivindicaciones económico-laborales y la esfera de la participación de lo público-político la que permita contraponer demagógicamente un modelo laboral idealizado frente a la situación de nuevos colectivos precarizados a los que resultaba ¾se afirmaba entonces¾ que era entonces imposible extender las condiciones del mismo modelo. En este contexto, la reivindicación laboral de la situación económica de un mercado de trabajo regulado ¾estable, dentro del régimen de la Seguridad Social, con crecimientos salariales constantes, etc.¾ que aparentemente representaban los sindicatos es progresivamente considerada como una defensa de intereses particulares en el nivel político. Confrontando estos intereses, y asimismo en la posición del supuesto interés general, van a esgrimirse por parte de un discurso antisindical la situación de aquellos trabajadores que han sufrido la tendencia a la vulnerabilización que ¾antes que la propensión a una exclusión con bordes o fronteras nítidas¾ segmenta en este período los mercados de trabajo. La condición de estatuto privilegiado con el que viene a ser marcada la condición del trabajador varón, estable y «asegurado» permite que el eje central sobre el que giren las intervenciones del Estado en las nuevas formas de regulación de las condiciones de trabajo no sea la extensión de los derechos ligados a la condición de asalariado sino la limitación de tales derechos como mecanismo para ¾supuestamente¾ facilitar el acceso de los desempleados e inactivos a las nuevas condiciones de empleo permitidas por las reformas del marco legal. Si bien el ideal de un Estado del Bienestar avanzado supone la progresiva reducción de los mecanismos de asistencialización ¾definidos de forma separada al estatuto de trabajador¾ a partir de la centralidad de la condición de trabajador asalariado estable, lo que tiene lugar a lo largo de los años ochenta es precisamente una difuminación de la frontera que dividía lo que hasta entonces había sido un conjunto de mecanismos complementarios entre el seguro social y la ayuda social. Y esa desaparición de la frontera entre el seguro y la ayuda es un proceso paralelo e inseparable al de la degradación de la condición del trabajo asalariado como eje del estatuto de la ciudadanía social ¾puesto que el trabajo deja de ser una especie de equivalente del patrimonio en tanto que deja de tener propiedades que le asignan recursos diferidos y estables, equivalentes a los que hasta la posguerra había reunido sólo la propiedad¾. Como señala Robert Castel en su estudio acerca de las transformaciones de la cuestión social, la asunción de los salarios indirectos como derechos ligados a la condición salarial, hacía que esta condición hubiese tendido a borrar las distancias entre la ciudadanía y una condición de propietario que estaba en su origen. Una condición de propiedad por la seguridad que extendía la seguridad relativa que otorgaba el trabajo hacia la seguridad absoluta del hecho de ser propietario, a partir de una ampliación del derecho a la protección del salario también fuera del trabajo: seguridad para el momento de la vejez, la enfermedad, el accidente[37]. La ruptura de esta tendencia hace que las ayudas sociales concebidas como forma de volver a la zona social de la seguridad desde la periferia de la exclusión ¾esto es: como ayudas transitorias¾, sean proclives ahora a convertirse en permanentes. Un carácter permanente de una ayuda capaz de, como máximo, mantener congelado el estado de vulnerabilidad.
La verdadera ruptura del esquema complementario establecido entre el seguro social permanente y la ayuda social provisional tiene su origen en la extensión acelerada de la precarización de las situaciones laborales que crece en España de forma que no tiene comparación posible ¾desde el punto de vista cuantitativo¾ con el resto de países europeos. No se trata ya de la emergencia de una nueva categoría social, de un grupo más al que aplicar una política correctiva, de reparación o de asistencia nueva. Se trata de una condición difusa y nueva, de quienes no están desligados del trabajo pero para los que su trabajo tampoco es un “seguro”. Una condición que llega a afectar al centro mismo de la organización social del mercado de trabajo transformándose en una cuestión transversal que da lugar a una recomposición general de los métodos y tecnologías de la intervención social: localización de las operaciones y concreción bajo objetivos precisos, movilización de diferentes actores (ministerios, instituciones, organizaciones no gubernamentales...), nuevas relaciones entre lo local y lo central, etc[38].

2. Políticas sociales y nuevos procesos de exclusión/­vulnerabilización: de la débil integración social fordista a la inserción individual competitiva

Desde la perspectiva ¾según viene planteando Robert Castel¾ en la que las relaciones de empleo aparecen como parte de las instituciones sociales, pretendemos continuar reintepretando los diferentes sentidos en los que dentro del medio plazo histórico y a partir de una multiplicidad de determinaciones, las políticas sociales constituyen proyectos de intervención, social, política e históricamente determinados. De esta manera, a lo largo de la fase de configuración y crisis de los Estados del Bienestar va a reproducirse una contradicción latente dentro de la que se mueven estas políticas sociales que expresaría una constante tensión entre su orientación como proceso de reforma social o bien de racionalización capitalista. Las políticas sociales en sus distintas concreciones institucionales habrían desempeñado diferentes papeles estructurales como forma de intervención sobre las manifestaciones de la desigualdad. Dicha intervención se instituye subsiguientemente al giro tecnocrático del régimen franquista a partir de los Planes de Estabilización, al igual que se había hecho en otras sociedades estructuradas por el fordismo y la norma de consumo de masas. Institucionalización que se realiza desde el reconocimiento de una desigualdad que estructuraba a amplios grupos sociales. E, igualmente de este modo, desde la asunción de la relación salarial como elemento central de esa naturaleza colectiva de los sujetos de la política social. Este mecanismo otorgaba derechos que ¾a partir del reconocimiento de la centralidad social del trabajo¾ reducían una distancia entre la propiedad y el trabajo basada en una relación ya secular de una con la seguridad y del otro con la precariedad y la servidumbre. Frente a ello, en este final del siglo, las políticas que caracterizan al nuevo estado social asistencial de mínimos, que hoy en parte tiende a sustituir a los Estados del Bienestar, implican una denegación radical de la desigualdad social que reafirma una sociedad constituida a través de la competencia individual. Por ello, las políticas sociales dominantes en la actualidad no conceden más derecho que el de proporcionar una ayuda, entendida como provisional, destinada a resituar a unos individuos vulnerabilizados dentro de los espacios de la competencia por la promoción y la supervivencia que ahora juegan el papel de centro social.
Los planes de reforma de las políticas laborales y sociales del Estado estarán atrapadas por el intento de dar respuesta a unas necesidades mínimas universales a la vez que a la mejora de las condiciones de colectivos específicos. Sin embargo, si bien se llevan a cabo sucesivas reformas a lo largo de los años ochenta tendentes a una efectiva universalización de las prestaciones mínimas[39], la lucha contra el deterioro de las condiciones de trabajo y el crecimiento del desempleo pretende realizarse desde la más absoluta confianza en los mecanismos del mercado para la adaptación competitiva de la economía española al contexto internacional. De manera que el resultado en el medio plazo de esta política económica y social será el de una progresiva individualización no sólo de las relaciones contractuales en el mercado de trabajo sino también de la relación entre el Estado y los ciudadanos. Una individualización que se realiza de un modo máximo por ejemplo dentro de las llamadas políticas activas de empleo de los años 1990 destinadas a aumentar la empleabilidad de los parados a través de un incremento de su nivel de formación. Este valor otorgado a la formación como vía salvífica hacia la inserción social la hace válida para ser aplicada indiscriminadamente a todos los colectivos como receta única. Receta que convierte a esta supuesta descualificación como problema de los precarizados por el mercado de trabajo en la sola carencia asumible por el Estado a la hora de ser satisfecha a través de la prestación mínima de los cursos de formación. Y simultáneamente, unifica por abajo las prestaciones concedidas como derechos ligados a la condición salarial con las prestaciones desligadas del trabajo y destinadas a la inserción individual de las situaciones de exclusión ¾que se habían constituido en los años 80¾ a partir de la condición individual de una abstracta ciudadanía civil indiferenciada por completo.

Volviendo sobre las bases del Estado social español: del control autoritario a la reforma social

En el origen inmediato del complejo proceso de construcción de las instituciones sociales básicas del estado español se sitúa la alternativa ¾por muy determinada que estuviera por el retraso económico resultado de la represión social posterior a la guerra y del aislamiento político que estrangulaba el mercado interno e impedía absorber los excedentes de la población activa agraria¾ tomada por el régimen franquista hacia “la paulatina conversión del país en una región económica ¾y más lentamente social¾ del mundo occidental”[40]. Tal alternativa, que adquiere una cierta coherencia con la sucesión de los Planes de Estabilización y los Planes de Desarrollo, estará marcada por una ideología fuertemente economicista. Ideología que presuponía que el simple desarrollo de las fuerzas productivas facilitado por las entradas de capital extranjero y las facilidades y ayudas dadas al nacional, propiciaría un desarrollo armónico y relativamente equilibrado de las condiciones de vida de la población española en el medio plazo. Semejante progreso, por tanto, sería el resultado de la convergencia con el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas de los países capitalistas avanzados. Convergencia económica que debía ser paralela a una progresiva homogeneización social puesto que una determinada estructura productiva ¾y la distribución por sectores de la población activa correspondiente¾ se debería corresponder con una determinada estratificación social. Sin embargo, el proceso de industrialización acelerada y las condiciones exigidas por los capitales que propiciaban el crecimiento meramente cuantitativo del PIB no podían asumir ¾al menos en las fases iniciales de crecimiento y acumulación¾ la provisión de todo el conjunto de bienes y servicios de carácter colectivo y no directamente productivos ¾educación, sanidad, vivienda, infraestructura urbana¾ puesto que suponían una producción mucho más costosa económicamente que la de los «bienes industriales» de consumo privado[41].
Y en este sentido podríamos afirmar que son las propias necesidades de la industrialización capitalista en las singulares condiciones geográficas, ecológicas, económicas y sociales de España, las que requieren ¾con cierta independencia respecto al carácter dictatorial del régimen¾ el aplazamiento de la dotación de buena parte de los bienes públicos y colectivos que surgieron en ciertos países europeos a través de los procesos de reforma social acometidos tras la Segunda Guerra Mundial. Por el contrario, y frente a las limitadas reformas para la mejora de las condiciones de vida y trabajo, el crecimiento económico que arranca en los primeros años cincuenta se caracteriza por una industrialización fuertemente antirural que desembocará en la destrucción de tres millones de empleos agrícolas durante la década de los años sesenta. Esta violencia de la modernización de la estructura productiva agudiza radicalmente la distancia entre la mejora más o menos progresiva y equilibrada del conjunto de la población quizá prevista en los planes estatales y la realidad de una creciente proletarización de la población rural que se agolpa en torno a los centros industriales de las ciudades. Una proletarización igualmente acelerada de las masas rurales expulsadas del campo cuya posición, integrada sólo de forma muy limitada en las condiciones de reproducción de la norma de consumo privatista, amenazaba la propia reproducción en el medio plazo del orden económico-social.
Y, por ello, una proletarización frente a la que los planes de desarrollo de los años sesenta pretenden una reorganización global de la sociedad. Reorganización que entraña el reconocimiento de las divisorias sociales y regionales básicas, y por ello mismo encarnan un intento de encauzar desde el Estado la gestión y movilización autoritaria a nivel nacional de la mano de obra. Transformación económica y social que implicaba también acometer reformas estructurales en las condiciones de reproducción de la población trabajadora. Y es este contexto el que nos permite situar las sucesivas reformas del régimen de la Seguridad Social y de las políticas de educación, sanidad o urbanismo que se suceden desde la segunda mitad de los años sesenta ¾y especialmente con el segundo Plan de Desarrollo¾ en un proceso global tendente a la homogeneización de las condiciones de trabajo y reproducción de la población asalariada. Y es ese contexto también el que permite interpretar el sentido histórico dominante de esas políticas sociales ¾ajeno hasta cierto punto a la voluntad de los tecnócratas del régimen¾ como una lenta pero constante integración de las condiciones de trabajo dentro de la reproducción ampliada del capital[42]. De este modo, la integración a partir de lo laboral incorporaba en el desarrollo urbano e industrial a inmensas poblaciones del estado en una salarización[43] creciente, que caracteriza la modernidad capitalista y que suponía para la sociedad española una transformación civilizatoria hacia su transnacionalización semiperiférica, dependiente y tardía, construyendo nuevas instituciones sociales que sostenían las formas de consumo de masas y la disciplina laboral en los medios urbanos[44].
Porque era la relación salarial el eje sobre el que comenzaron a girar las que podríamos denominar como políticas garantistas del Estado franquista. El sentido resultante, es decir las consecuencias prácticas e históricas, de los dispositivos sociales franquistas habría sido la incorporación progresiva de colectivos sociales cada vez más amplios en una relación laboral que empezaba a implicar un conjunto de cotizaciones y prestaciones asociados a un estatuto colectivo que iba más allá de la dimensión puramente individual del contrato de trabajo. Ahora bien, no es necesario insistir en las condiciones de explotación y extracción de plusvalías absolutas que estaban igualmente ligadas a la fijación del trabajador en su puesto de trabajo dentro de la racionalización de los procesos productivos que se extendía en los nuevos y viejos centros industriales de las diferentes regiones españolas. De hecho las condiciones del modelo nacional de desarrollo capitalista integraban a la mano de obra movilizada en espacios segregados y diferenciados de la ciudad, en unas condiciones que implicaban aplazar las promesas de mejora de las condiciones de vida. Y ese aplazamiento sólo era sostenible por la propia regulación autoritaria y represiva del régimen y porque las todavía recientes décadas del hambre parecían ir quedando rápidamente alejadas gracias a las espectaculares tasas de crecimiento de la economía[45]. Los incorporados a la relación salarial obtenían a pesar de ello unas garantías, insuficientes e incompletas, pero cuyo carácter creciente[46] generaba unas expectativas de progreso y de introducción en unos mínimos niveles de consumo que, tras la experiencia de la escasez, promovieron, para determinados grupos sociales, “una intensificación del conformismo reverencial con las exigencias de la producción e incluso una auténtica religación afectiva con el sistema capitalista”[47]. Esta incorporación en una biografía laboral daba acceso, dentro de una relación subordinada, a una relativa estabilidad garantizada por la existencia de un mercado de trabajo, estrictamente regulado por el Estado, que definía una frontera cada vez más radical entre ocupados y desempleados.
Desde este punto de vista, entre la reforma de las políticas sociales y la racionalización modernizadora, se construía un Estado que contribuía a adaptar las normas del mercado capitalista a las condiciones específicas de la formación social española ¾articulando de forma compleja y desde sus mismos orígenes la relación entre los agentes que actuaban en los espacios público y privado de la economía¾. El Estado, a la vez que trataba de mantener controlada la instauración de los dispositivos sociales de legitimación, reproducción y apaciguamiento social para encauzar a los sectores sociales que sufrían de forma más destacada los efectos de la modernización, veía progresivamente desbordado su papel estrictamente racionalizador tanto por el aumento de las expectativas y demandas de una clase trabajadora organizada y reivindicativa como por la necesidad de legitimarse ante ciertos sectores de unas clases medias cada vez más secularizadas y distanciadas de los mitos fundantes del régimen. De manera que el conjunto de instituciones y servicios públicos va a ser uno de los objetos en torno a los que se condensen las propias contradicciones del deficiente desarrollo social. Porque estas prestaciones organizadas desde instancias estatales generan efectos cada vez más ambivalentes facilitando a la vez las condiciones mínimas para la reproducción del capital corporativo y la formación de un amplio bloque social, si no opositor, sí al menos crítico con la dictadura franquista. Ambivalencias y contradicciones que ante la agudización de los conflictos internos y la importancia de la crisis estructural del capitalismo van a hacer de los años de la transición política un momento determinante que requería una solución radical de las contradicciones del modelo de desarrollo.

El declive de la ciudadanía laboral: trabajo y nueva pobreza en los años noventa.

Al emplear la más mezquina existencia como medida (como medida general, porque es válida para la masa de los hombres), hace del obrero un ser sin sentidos y sin necesidades, del mismo modo que hace de su actividad una pura abstracción de toda actividad[48]

Hemos intentado desarrollar previamente los cambios que implicaron la ruptura de la dinámica distributiva y la escisión de los planos económico y político del conflicto social durante el periodo de la transición política. Y hemos intentado referirnos y exponer mínimamente el proceso por el que la actuación genérica sobre el trabajo asalariado se desplaza y subordina a lo largo de los años ochenta ante la importancia de las políticas destinadas a la inclusión de colectivos específicos en un mercado de trabajo progresivamente flexibilizado. Ahora bien, las consecuencias de la ruptura sólo se van a manifestar de forma plena en el modelo de intervención social del Estado que se consolida en los años noventa. De forma muy esquemática podemos considerar que la historia de las políticas sociales ha evolucionado desde la construcción de garantías colectivas ¾en ese contexto de proletarización y conflicto crecientes de la España de finales de los sesenta¾ al intento de contener el crecimiento de las poblaciones situadas en los márgenes del mercado de trabajo; y de ahí hacia el apoyo a la adaptación individual y disciplinada a las exigencias de las nuevas tecnologías y a la lógica puramente empresarial de gestión de la mano de obra. Los años noventa representan entonces un nuevo giro y una tercera etapa que radicaliza las tendencias ya presentes en la década de los años ochenta.
En los años noventa el estancamiento o retroceso de los dispositivos sociales básicos es paralelo a la expansión de garantías asistenciales menores cuya prestación no consigue salvar del umbral de la pobreza a las familias solicitantes. Un umbral de pobreza que sería sumamente reduccionista, como ya indicaba Carlos Marx, tratar de hacer encajar con algún índice monetario puesto que debería ser evidente para todos que la necesidad es un producto social y por ello mismo no es tanto una tensión biológica ¾aunque contenga esa dimensión¾ como una percepción ideológica de la relación entre el producto y el reparto social. Desde este punto de vista, no hay pobreza porque haya escasez, sino que hay pobreza porque hay riqueza que no se reparte. Por consiguiente, no es tanto un conflicto absoluto y objetivado en los sujetos categorizados como pobres sino el producto de una relación social. Una relación social en estos años noventa, donde ni la relación con el trabajo ni las propias prestaciones de un Estado crecientemente asistencial son capaces de marcar una frontera nítida y estable entre las situaciones de la marginalidad y de la integración social.
La crisis del Estado del Bienestar puede ser vista como esta incapacidad para dotar de una seguridad a la condición salarial, como la progresiva inadecuación de las políticas destinadas a integrar la desigualdad frente a la realidad de un mundo globalizado. De tal manera se podría concluir que “el Estado del Bienestar estaba bien organizado para tratar los problemas de poblaciones relativamente homogéneas, de grupos o clases, si se quiere” pero que, sin embargo, “ahora debe sobre todo encargarse de individuos que se encuentran en situaciones que les son particulares”[49]. Sin embargo, no tiene sentido hablar de un estado progresivamente ineficiente o incapaz de dar respuesta a un proceso objetivo de carácter externo en el que el desarrollo tecnológico o la globalización marcan las nuevas necesidades ¾productivas, organizativas, financieras, laborales, etc.¾ al conjunto de la sociedad. El nuevo Estado del Bienestar de mínimos y las nuevas políticas sociales ¾dentro del marco de una nueva hegemonía ideológica¾ en su asunción de una desigualdad a la que sólo puede dar la respuesta de una ayuda individual provisional que inserte en la lucha competitiva por la escasez, son simplemente menos neutrales. Menos neutrales en una acción de apoyo de la competencia individual como lo simultáneamente legítimo e inevitable que tiende a unificar el sistema de protección de los derechos fundamentales con el de la asistencia a las situaciones de fractura social, el trabajo de una nueva subclase obrera funcional con la nueva situación de pobreza/vulnerabilidad, lo provisional como situación permanente.
El proceso de inserción, de readaptación individual permanente a la situación de competencia aparece ahora como el estado normal de cualquier asalariado lo mismo que como la vía para la protección asistencial del último de los excluidos. El derecho ligado al trabajo es competir por continuar como oferta solvente dentro del mercado de trabajo, el derecho ligado a la fragilidad de los que han tenido menos suerte es ser ayudados a seguir formando parte del núcleo social de los que compiten, sin tener así que acudir al mercado para adquirir bienes para su cualificación. El pasar a hablar en términos de exclusión y pensar entonces las políticas sociales en los términos de una acción de inserción de los individuos en una posición socialmente excéntrica, plantea ahora un nuevo sentido de la asistencia social. Se trata de la aparición de un nuevo “objetivo relativamente preciso que se llamará exclusión y en relación al cual será posible movilizar, o tratar de movilizar, cierto número de medios”. En este sentido “las políticas de inserción, que se han desarrollado paralelamente al auge de la ‘exclusión’, ilustran este análisis: tales políticas permiten evitar las articulación de políticas preventivas que serían a la vez más ambiciosas y más difíciles de llevar a la práctica”[50]. Una inserción que se plantea entonces genéricamente en términos de empleabilidad como lógica que ha convertido ¾de un modo particular en España¾ a las políticas de formación en el centro de las políticas sociales de los años noventa, de la misma manera que los fondos de garantía salarial durante la reconversión o las medidas destinadas a facilitar la incorporación al mercado de trabajo de mujeres y jóvenes lo fueron durante los años ochenta. El carácter temporal de estos mecanismos asistenciales de inserción en formas de empleo pretendidamente estables tiende a convertirse en un estado de inserción permanente al coincidir con un momento de fuerte dualización del mercado de trabajo ­¾en el que más del 80% de los nuevos contratos tienen un carácter precario¾. Porque tal división entre un segmento mayoritario de trabajadores vulnerabilizados y una minoría de protegidos viene a realizar una función complementaria dentro de la nueva división social del trabajo. Una dualización del mercado de trabajo sobre la que tiende a resurgir y consolidarse la reproducción del esquema complementario entre seguro y ayuda social a cuyos límites pretendía responder el planteamiento de la “cuestión social” en las primeras décadas del siglo. Este resurgir de la cuestión social, en unas condiciones de vida sin duda alguna muy diferentes, es el resultado de una subordinación cada vez más estricta de la política social a la política económica, que no es otra cosa que una extensión de las relaciones de producción capitalistas que subordinan los derechos ciudadanos y sociales a las exigencias crecientes de la acumulación.

Repolitizando la cuestión social: la vulnerabilización como proceso estructural

"Muchos políticos están intentando saltar al vagón de la Tercera Vía, pero hay que saber que la Tercera Vía no es más que la aplicación de los valores socialdemócratas en un mundo globalizado donde la vieja mecánica de la socialdemocracia ya no funciona, pero donde la gente todavía aspira a tener las mismas cosas: una buena sanidad, una buena educación, y alguna forma de protección colectiva ante los riesgos que entraña el mundo (...) Todo esto sin volver al viejo y burocrático Estado del Bienestar". Anthony Giddens, entrevista en el diario El Mundo, 29-12-99.

En este contexto de minimización de las prestaciones públicas ¾hacia una orientación que hemos venido caracterizando como políticas de inserción¾, la denominada tercera vía como nuevo proyecto/producto político presenta un aire de afirmación estatista, de apuesta desafiante frente a no se sabe muy bien qué gigantes mercantiles de la globalización o el pensamiento único. Y a pesar de que el principal problema de las propuestas de esta tercera vía sea el de carecer de un contenido preciso ¾siquiera en el interior del escenario de lo estrictamente político/electoral en el que también en España los grandes partidos dominantes se la disputan¾, podemos pensar que este desafío renovador de la izquierda se construye ¾en sus propios términos¾, con el emplazamiento del problema de la exclusión en el centro de sus tímidas críticas hacia el lado desfavorable de la globalización. Este reconocimiento de la exclusión, la pobreza y el desenganche de algunos individuos con respecto a una tendencia socialmente central hacia el progreso marca el nuevo proyecto de intervención asistencializadora frente al retorno de la cuestión social. En definitiva, una política que recupera la idea que podemos llamar de un keynesianismo de mínimos de la necesidad de un efecto corrector de la tendencias anómicas del lado no demasiado brillante de los resultados del mercado. En este sentido, la exclusión y la nueva pobreza se encuentran en el centro de las preocupaciones por una superación del viejo estatismo burocrático que presentaban los Estados de Bienestar. Mientras, el problema de la superación del monolitismo burocrático, en el contexto de un proceso de globalización supuestamente imparable, hace mucho que ha pasado desde su condición de medio para transformar de un modo efectivo la sociedad progresando simultáneamente en la redistribución y en la eficacia social del gasto, a fin absoluto de unas políticas sociales marcadas por el signo ideológico de la austeridad y la contención del déficit como objetivo. Sin embargo la dinámica real es que España no conoce el déficit público ¾a excepción de 1971¾ hasta el año 1976[51]. En este sentido, podemos achacar el déficit público no al gasto social, sino a la propia política económica adoptada frente a la crisis. Esta primacía de la austeridad se produce bajo una amenaza constante de la quiebra del Estado en el medio plazo que parece invitar a un carpe diem del pensionista, a un apurar las horas que restan a los usuarios de la sanidad pública.
Un vaciamiento del sentido social de integración universalista que se viene a hacer dominante como filosofía de un gasto y unas prestaciones públicas de mínimos que lleva por tanto ¾haciendo buena la afirmación pretendidamente postideológica de que "las políticas de centro son políticas de resultados"¾ a una búsqueda de la reafirmación que proporcionan los fines asistenciales de las políticas de inserción. La idea de unos mínimos que aproxima estas políticas de inserción con unas prestaciones universales que se han visto ahora desprovistas de otro sentido que el mantenerse en unos muy bajos niveles para los integrantes del centro social simbólicamente mayoritario ¾a la vez que en progresiva vulnerabilización¾ que constituyen las clases medias. Unas coberturas universales que se acercan a los mínimos vitales de subsistencia definidos y fijados a la baja desde el modelo de inserción a través de políticas sociales de inframínimos dirigidas hacia los individuos situados en unas situaciones de exclusión heterogéneas. Este papel asistencial tutelar con respecto al retorno de la cuestión social a través de mecanismos garantistas de la cohesión social por abajo ¾mediante prestaciones como las rentas de inserción¾ se sitúa en el centro de una práctica política reguladora y redistributiva de auténticos mínimos. Dentro de esta práctica la la tendencia hacia la universalización de las prestaciones en tanto que derechos ciudadanos ha sido vaciada de todo sentido de intervención sobre una estructura social en la que una vulnerabilización mayoritaria se oculta bajo la idea a la vez piadosamente simplificadora y terrible de una exclusión social dicotómica.
Desde este punto de vista, en el estatuto de ciudadanía liberal de las nuevas sociedades fragmentadas se vienen a superponer y aproximar la cuestión problematizada de un modo preferente de las posibilidades de reinclusión de los nuevos excluidos ¾que se parece vindicar desde los defensores de las terceras vías como objetivo preferente de las políticas del nuevo welfare¾, y la reclamación difusa desde las clases medias del mantenimiento de unas prestaciones sociales "tangibles". Dos dimensiones centrales de unas políticas sociales que asumen por completo como proyecto político de medio plazo la realidad de una sociedad fragmentada y de un espacio político de lo público en el que la construcción de una sociedad progresivamente igualitaria, siquiera como proyecto, ha desaparecido dentro de un escenario ideológico dominante en el que los nada radicales proyectos de integración social de apenas hace 30 años parecen pertenecer a otra edad de la historia. Otro mundo aún más lejano desde la España para la que Europa está al tiempo en el lugar del territorio mítico del bienestar, la prosperidad y la integración a través del desarrollo, pero también en el del principio ideológico que exige una integración forzosamente subordinada y dependiente a través de la racionalización rentabilista de todos los órdenes de la vida social.
Pero cuanto más lejanos aparecen de la realidad de la España de hoy los Estados del Bienestar como modelo, más necesaria es la reivindicación de sus conquistas en tanto que derechos democráticos substantivos, no ya como fines últimos sino como principios y como indicios de otras relaciones sociales. Un conflicto ideológico en el que a pesar de la mixtificación existente en la confrontación sin mediación del estatismo en declive frente a un mercantilismo hegemónico, permanece inalterada la necesidad de construir un espacio efectivo para lo público. En este sentido, la política social de un auténtico Estado social del Bienestar avanzado habría de basarse en la igualitarización social, donde se garanticen contextos públicos de democracia y participación real, se doten políticas de empleo de calidad ¾reducción de jornada laboral, políticas expansivas respetuosas del medio ambiente, etc.¾, se invierta en infraestructura de convivencia y bienestar social: desde las pensiones dignas a la educación integral, la vivienda para todos, el salario social, la sanidad de calidad, el transporte público, etc. En definitiva una repolitización del sentido de las políticas sociales en la dirección de la afirmación simultánea de la centralidad actual de la condición salarial y la necesidad de disminución radical de la desigualdad. Como señalaba el Colectivo IOÉ: “La pobreza no es un ‘residuo’, sino un componente estructural de nuestro modelo de producción capitalista; la integración social de los pobres no es el resultado de su libre elección sino, más bien, el efecto del trabajo desplegado por los dispositivos ideológicos e institucionales que actúan en nuestro país; en tercer lugar, y como consecuencia de lo anterior, el combate contra la exclusión requiere una repolitización de la pobreza y de los pobres, que los convierta de objetos de atención en sujetos de intervención, rompiendo con la dinámica tutelar de las instituciones especializadas en la gestión de lo social”[52].

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[
1] Quaderni di Carcere, citado por Perry Anderson (1981) en Las antinomias de Antonio Gramsci, p. 28.
[2] “El avance del determinismo tecnológico y la crisis de la sociedad del trabajo. Una interpretación sobre el relativo declive de la sociología del trabajo”, p. 102.
[3] A. de Lucas, “Investigación cualitativa continua sobre la situación política, económica y social en: Castilla-La Mancha”, realizado dentro del programa Investigación Cualitativa Continua para el Centro de Investigaciones Sociológicas que abarcaría los años 1979-1983. El periodo durante el que se realiza esta serie de investigaciones es también el momento central para los procesos de reconversión industrial, institucionalización de los mecanismos de participación política y de concertación en el ámbito de las relaciones laborales. Los conflictos ideológicos recogidos dentro de estos estudios constituyen una base fundamental para comprender las transformaciones en torno al empleo y las relaciones laborales.
[4] Las relaciones en este período entre el plano político (transición postfranquista) y el plano económico (la situación de crisis estructural) constituye uno de los objetos del presente artículo. Una relación precisamente difícil de abordar con respecto a las relaciones laborales: “Mucho se ha escrito sobre el desencanto político, pero, que sepamos, poco o nada se ha investigado acerca de la relación que puede tener con la crisis del empleo”. C.Prieto (1999) “Crisis del empleo, ¿crisis del orden social?”, p.544.
[5] Op. cit., p. 6.
[6] Una referencia de la amplia circulación de los significantes paro obrero (complementaria a la de estas investigaciones cualitativas) es por ejemplo su presencia en el popular tebeo «Mortadelo y Filemón» de la época. En la portada de un número de la públicación (20-03-1978) su autor F. Ibáñez hará que Mortadelo intente romper la relación laboral con su eterno jefe al despedirse airadamente para trabajar (o eso piensa Mortadelo) en una producción cinematográfica titulada «obreros en paro» como estrella del celuloide encargada de «mover a las masas».
[7] Se trata simplemente de una tendencia dominante dentro de los estudios acerca del Estado del Bienestar y su crisis que ha generado dos grandes líneas de interpretación. Sirve probablemente como representante de la aproximación de carácter económico la obra de James O’Connor, La crisis fiscal del Estado, mientras que dentro de la más culturalista podríamos citar alguno de los múltiples ensayos de Claus Offe como los recogidos en la obra La sociedad del trabajo.
[8] A. González Temprano (1998), La política de gasto social (1984-1996) en la Administración del Estado y de las Comunidades Autónomas, p. 34.
[9] L. Paramio (1983), “Perspectivas económicas de la izquierda y estrategias sindicales en España”, Sistema, 53, p. 59.
[10] Los estudios comparativos sobre las singularidades de las formas de intervención estatal y las diferentes consecuencias de la crisis económica en los países europeos. Un buen ejemplo se encuentra en G. Therborn (1988), ¿Por qué unos países tienen más paro que otros?, Valencia, Alfons el Magnànim.
[11] A. Ortí (1970), “Política y sociedad en el umbral de los años setenta: las bases sociales de la modernización política”, en M. Martínez Cuadrado (ed.), Cambio social y modernización política.
[12] G. Rodríguez Cabrero, (1993a), “La Política Social en España: 1980-92”, V Informe FOESSA. p.1493.
[13] González Temprano, op. cit, pág. 33.
[14] Tal y como viene a caracterizar estos derechos uno de los más pertinaces defensores y teóricos de un pluralismo del bienestar posible para el caso español: L. E. Alonso (1996) en su artículo “El discurso de la privatización y el ataque a la ciudadanía social” en los Cuadernos de Relaciones laborales, nº8, p.41.
[15] Alonso, op. cit, p. 42.
[16] Veáse especialmente el crítico e incisivo Trabajar con red del economista David Anisi.
[17] Ya que si bien la tasa de paro oficial en 1974 era tan sólo del 2,15% "considerando el saldo migratorio con Europa —señala Agustín Morán— que en este año era de 845.000 personas, la tasa real de paro, de no existir la emigración, hubiera sido de más del 8% ¾Morán, A. (1994), "Auge y crisis de los grandes acuerdos sociales de los 80. De la clase obrera al mercado de trabajo", Cuadernos de Relaciones Laborales, 5, p. 15¾.
[18] Andrés Bilbao (1993), Obreros y ciudadanos, p. 49.
[19] Una debilidad secular tanto de la democracia como de la economía española que permite comprender que si se trata de buscar las rupturas introducidas por la transición postfranquista no hay que buscarlas principalmente o exclusivamente en el crecimiento del gasto social, la universalización de derechos mínimos, etc. ¾dinámica por otro lado casi general en toda Europa también en los años 1980¾ sino, como intentamos mostrar más adelante, en el mayor peso de los gastos «económicos» estatales, la destrucción de empleo industrial o el aumento exponencial de la inversión extranjera. Procesos todos ellos inmersos en una readaptación ¾dependiente y profundamente especulativa¾ de la economía española a Europa cuyo trasfondo más concreto para explicar singularidades como la desproporcionada tasa de desempleo es precisamente esa insuficiencia del tejido productivo que implica recoger ¾por caminos más o menos directos¾ los peores efectos de las reestructuraciones llevadas a cabo por las grandes compañías multinacionales ¾Recio (1997), Trabajo, personas, mercados, Barcelona, Icaria/FUHEM, pp. 274 y ss.¾.
[20] Los distintos enfoques teóricos y metodológicos en torno a la cuestión social y la pobreza han sido estudiados críticamente por el Colectivo IOÉ a partir de la base de numerosos estudios empíricos. Véase por ejemplo su artículo de 1995, "Despolitización de la «cuestión social». Reflexiones en torno a la marginación", Economía y Sociedad, 12, 203-216.
[21] C. Crouch, (1991); “Variaciones del papel del Estado en las relaciones laborales en Europa Occidental”, en la obra El resurgimiento del conflicto de clases en Europa occidental a partir de 1969, editada por Crouch y Pizzorno, p.303.
[22] Op. cit.
[23] Op. cit., p.304.
[24] En este sentido sostiene Gregorio Rodríguez Cabrero que las bases para la progresiva transformación desde un sistema residual de ayudas a un Estado social de tipo institucional son creadas por el segundo plan de desarrollo (1968-1972) durante el que ya tiene lugar la aprobación de las leyes de reforma de la educación (1970) y de la sanidad (1972) durante unos años en los que se consolida el gasto social como primera función del gasto total de la Administración. Para este asunto ver G. Rodríguez Cabrero (1989), “Política social en España: realidades y tendencias”, en Muñoz del Bustillo (ed.), Crisis y futuro del Estado del Bienestar, pp. 183-203.
[25] Bilbao, op. cit., p. 52.
[26] González Temprano, Op., cit., p. 36.
[27] Los denominados gastos económicos pasan del 24,9% en 1975 al 40% del Gasto Público en 1984 (González Temprano op. cit. p. 35).
[28] A. Bilbao, op. cit., p. 55.
[29] Como afirma L.E. Alonso: “la negociación y renovación de los convenios de principios de 1976 supuso un momento de conflicto total en el que la estrategia política de la lucha sindical se lleva hasta las últimas consecuencias y se generaliza [...]”. Por ello el papel de institucionalización del conflicto y la desarcaización del aparato estatal supone un punto de inflexión en este ciclo de movilización laboral: “era el último momento en un largo ciclo, en el que las movilizaciones laborales y las movilizaciones políticas coincidíann en un mismo bloque contrainstitucional, movilización convergente que acabaría precisamente con la institucionalización política del conflicto laboral” ¾Alonso (1991), "Conflicto laboral y cambio social. Una aproximación al caso español", en Faustino Miguélez y Carlos Prieto (eds.), Las relaciones laborales en España, Madrid, Siglo XXI, pp. 403-426. pp. 403-404¾
[30] L. Paramio (1983), “Perspectivas económicas de la izquierda y estrategias sindicales en España”, op. cit.
[31] Este prólogo ha aparecido en: Aglietta, M. (1998), "Capitalism at the Turn of the Century: Regulation Theory and the Challenge of Social Change", New Left Review, 232, noviembre/diciembre, p. 78. Este asunto es tratado detenidamente en Regulación y crisis, p. 146 y ss.
[32] CAES en la presentación al libro de Andrés Bilbao (1999), El empleo precario, Madrid, Los libros de la catarata, p. 15.
[33] A. Bilbao (1999), op. cit., p. 38.
[34] C. Prieto, (1999), "Crisis del empleo: ¿crisis del orden social?", en Faustino Miguélez y Carlos Prieto (eds.), Las relaciones de empleo en España, Madrid, Siglo XXI, pp. 541 y 536.
[35] Según figura por ejemplo entre las resoluciones del XXXII Congreso de la UGT.
[36] A. Bilbao, op. cit., pág. 54.
[37] Robert Castel (1995), Les métamorphoses de la question sociale, p.377.
[38] Castel, op., cit.,p. 424.
[39] Como observa Gregorio Rodríguez Cabrero: “A partir de 1980 tiene lugar el desarrollo descoordinado de diferentes sistemas de prestaciones asistenciales que tratan de proteger a los parados con cargas asistenciales que han agotado las prestaciones y parados agrícolas de Andalucía y Extremadura, a los discapacitados, enfermos y ancianos y personas con dificultades de integración social formación ocupacional y rentas mínimas regionales. También hay que destacar la creación del sistema de pensiones mínimas de la Seguridad Social, en 1984. Durante la década de los ochenta se fue consolidando un sistema dual en respuesta a los cambios del mercado de trabajo (los niveles contributivo y asistencial de la seguridad social y la expansión del nivel asistencial no referido al mercado de trabajo)”. Según Rodríguez Cabrero los perceptores del sistema español de rentas mínimas (incluyendo pensiones no contributivas, pensiones FAS, prestaciones LISMI para minusválidos, rentas mínimas regionales y paro asistencial ) pasan a lo largo de los años 80 de los 460.631 de 1982 a los 1.439.837 de 1991 (Rodríguez Cabrero, 1993b, p. 280-282).
[40] Alfonso Ortí (1970), “Política y sociedad en el umbral de los años setenta: las bases sociales de la modernización política”, p. 21.
[41] A. Ortí, op. cit., p. 45.
[42] Es así como Michel Aglietta en su ya clásico libro Regulación y crisis del capitalismo (1979, p. 43) describe la ruptura de la contradicción que limitaba la expansión del modelo liberal del capitalismo. Ya que el estrangulamiento que suponía el sobredesarrollo del sector de producción de bienes para la producción sólo podía “eliminarse si la producción capitalista transforma las condiciones de existencia del trabajo asalariado”.
[43] Condición salarial que hace referencia a la relación entre la masa de trabajadores asalariados y el conjunto de ocupados sean asalariados o no.
[44] Transformación que implicaba la producción estandarizada y la norma de consumo de masas y cuyo germen había arrancado en las primeras décadas del siglo en muchas naciones occidentales que intentaban superar la crisis del capitalismo liberal. Para el caso español es la década de la dictadura de Primo de Rivera la que mejor representa el comienzo de los procesos de corporativización de la economía. En estos años aparecen formas de intervención del Estado que podríamos calificar como keynesianas siguiendo la interpretación de S. Ben-Amí (1983) en La Dictadura de Primo de Rivera, 1923-1930. Pero igualmente se institucionalizan organismos de mediación laboral con la participación activa de la UGT y hay una expansión notable de la gran empresa que comienza a introducir una nueva organización técnica del proceso de trabajo. Para esta cuestión veáse también el interesante artículo de J.M. Arribas (1994) “Antecedentes de la sociedad de consumo en España. De la Dictadura de Primo de Rivera a la II República” en Política y Sociedad, 16, pp. 149-168.
[45] Con una media de crecimiento del PIB de más del 6% a lo largo de los años 1960 que superaba notablemente a la media de la OCDE ¾J. Albarracín (1991), “La extracción del excedente y el proceso de acumulación”, op. cit., p. 323¾.
[46] Pese a las radicales diferencias cuantitativas con respecto a la media europea o de la OCDE, la evolución del gasto público responde a la misma dinámica que sigue en el resto de países de economías desarrolladas. Una dinámica en la que su crecimiento es resultado básicamente de la expansión de un gasto social que se ordena en casi todos los países siguiendo las mismas prioridades: Seguridad Social, educación y sanidad (González Temprano: p. 34).
[47] A. Ortí, op. cit. p. 86.
[48] Marx (1993), Manuscritos de economía y filosofía, p. 159.
[49] P. Rosanvallon (1995), La nueva cuestión social, p. 189.
[50] Robert Castel, en la entrevista de F. Ewald, “El advenimiento de un individualismo negativo”, Debats, 54.
[51] González Temprano, 1998, p. 34.
[52] Colectivo IOÉ, op. cit., p.204.

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