2/2/09

Los salarios en el centro de la escena



Los salarios en el centro de la escena: ¿cuál es su papel?.
Daniel Albarracín
Enero de 2009

1. Los salarios y su interpretación: ¿cómo influyen en la economía?.

Los salarios han sido una de las piedras angulares dentro del capítulo de política de rentas. Ha recibido argumentaciones y valoraciones dispares en función del paradigma económico y los intereses a los que respondían los respectivos actores y autores que razonaban.



La escuela neoclásica le atribuye a los salarios el papel de remuneración del factor trabajo que, al estar influido por actores sindicales y políticos, amenazaba con interrumpir la buena asignación del mercado, debido a que se alteraba un precio básico de los recursos productivos. Los salarios constituyen, desde aquella óptica, fuera de unos márgenes estrictos de moderación, un peligro para la dinámica de crecimiento y, por consiguiente, del empleo. Los salarios generan, desde aquel punto de vista, un incremento de los precios –la teoría del mark-up, en función de la cual el empresariado suma una tasa a su estructura de costes-, y una reasignación de los recursos que estrangulan los mercados.



En cambio, con una interpretación menos simple, la escuela keynesiana era consciente del papel negociador de diversos actores, y consideraba que los precios y el crecimiento económico tenían diferentes causas. Los precios podían estar conformados por una dinámica causada por los salarios, pero, como dirán sobre todo los postkeynesianos, también por los beneficios, sobre todo por un régimen de concurrencia oligopolístico dominante. A fin de cuentas, es el empresariado el que puede asignar finalmente los precios y fijar así el nivel de ganancias, dentro de la concurrencia de su mercado, con lo que la situación competitiva de oligopolio sería un factor que lo posibilita. Más factores, como la política monetaria, el ascenso de la demanda efectiva, o la política fiscal tenían su papel al respecto, de modo que, para los keynesianos, los salarios son responsables sólo en parte, pero muy cierta, de este fenómeno.



La teoría marxista, considera que los precios oscilan en torno a los valores, y que, de producirse una inflación, no puede explicarse por razones monopolísticas, porque eso sólo puede suceder a escala sectorial y transitoriamente. Los precios no dependen de los salarios en absoluto. Son razones monetarias, y el valor de la unidad de cuenta, las que hacen posible la inflación en última instancia. De hecho, la dinámica del mercado no puede conducir por sí misma a ascensos de los precios generalizados, aunque sí sean posibles parcial y transitoriamente, si no es en presencia de factores monetarios que lo coadyuven. E, incluso con estos, a veces tampoco son suficientes. Ahora bien, la diferencia entre valor y precio, en donde el segundo orbita en torno al primero, parece que en la actual fase se ha visto condicionada por factores económicos singulares de la historia reciente que han podido empujar a que, durante un periodo más extenso del habitual, los precios hayan orbitado por encima. Las políticas de endeudamiento generalizado (público y privado) y de facilitación masiva del crédito, la moda y la sociedad de consumo, la negociación entre actores sociales, o las fuerzas de la oferta y la demanda, son, entre otros, los factores que explicarían la distancia entre valor y precio. Y las políticas públicas características de la posguerra mundial serían la condición necesaria para que la inflación haya tenido lugar. El factor suficiente es que el empresariado fija sus precios tratando de optimizar sus ganancias en función de la tasa de beneficio y tratando de contrarrestar todos los costes que se lo impiden. Aunque como, suele afirmar este enfoque, hay factores sociales de disputa que pueden contrarrestar, mediante la política de negociación salarial, los efectos de apropiación de la plusvalía.



En suma, la interpretación convencional, sea neoclásica o keynesiana, es que los salarios deben, con mayor énfasis o responsabilidad, moderarse, porque de otro modo, dificultarán el proceso de crecimiento y de creación de empleo. Por tanto, según el paradigma económico hegemónico, en mayor o menor medida se ha de aceptar una transacción de creación de empleo a cambio de salarios ajustados o, dicho de otro modo y ampliando a otros derechos indirectos, elegir entre cantidad y calidad del empleo.



Admitiendo una interpretación menos convencional, en la dinámica capitalista la acumulación estaría orientada por la obtención de una tasa de ganancia. A partir de los años 70 ésta sufrió una caída sustancial y que, tras muchas agresiones, se ha conseguido recuperar en los últimos 18 años. No sin dificultades ni resistencias. Se ha conseguido incrementar la tasa de explotación, por un lado, aunque no todavía de manera decisiva, como para propiciar la salida a una nueva onda larga de acumulación.



Sin embargo, el proceso de acumulación en espiral que se produjo tras la II Guerra Mundial no se ha reeditado, porque la recuperación ha sido insuficiente y, especialmente, porque el sistema ha acumulado nuevas contradicciones en circunstancias que son propias y específicas de este periodo.



Esta recuperación ha sido acompañada de un proceso de financiarización e hipertrofia financiera, que explica la ineficacia relativa de la tasa de ganancia para traducirse en niveles importantes de reinversión productiva en la misma proporción que en otras décadas. Buena parte del excedente se ha visto detraído y absorbido por la esfera financiera cuyas prácticas se han destinado a su vez a deprimir más aún la economía. La nueva gerencia financiera gestionaba sus fondos con prácticas especulativas de desinversión rentable y de ingeniería financiera, causando la disminución del ritmo de crecimiento de la composición orgánica del capital, con el efecto principal de derivar a otros los riesgos sistémicos.



Ni que decir tiene que la dinámica de los precios, en su fase de ascenso de toda la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI, ha tenido mucho más que ver con las políticas públicas de endeudamiento, y de política monetaria expansiva, que con el factor salarios. En las dos décadas que prosiguieron a la IIGM se concilió un crecimiento salarial por trabajador que mejoraba recurrentemente las condiciones de vida de la mayoría de familias de asalariados, sin impedir que el capital se apropiara de un buen porcentaje de las ganancias de productividad y sostener una tasa de beneficio que reportaba un excedente extraordinario a las clases dominantes. Esta situación se interrumpe posteriormente, y tras la crisis de los años 70, nos vamos a encontrar con una etapa, sobre todo a partir de los 90, donde las ganancias de productividad son apropiadas mayoritariamente por el capital, y la mayoría de asalariados no pueden apenas más que garantizar su poder adquisitivo, e incluso una fracción observa como éste se ve erosionado (nuevos empleados en sectores emergentes, sobre todo jóvenes y mujeres, inmigrantes, personal sin convenio aplicado, etc…). Ahora bien, como veremos más adelante, la evolución de la productividad, en una evolución de su crecimiento decreciente, muestra la dificultad, el margen tan estrecho, para mejorar las tasas de rentabilidad en los próximos tiempos, si es que no se agudizan los ataques a los derechos de los y las trabajadoras.



Sectorialmente y por algunos años el crecimiento de los precios ha respondido a situaciones de cierto monopolio, acompañados de una permisividad pública, y por un proceso de movilización del capital huyendo hacia sectores provisionalmente refugio, pero esto no podía ser más que una trayectoria de pocos años, como así ha sido en el sector inmobiliario desde 1998 hasta 2007.
Aunque es difícil o sencillamente inapropiado hablar de unidades nacionales cuando hablamos de capitalismo global, en el caso español, su peor posición negociadora y su dependencia ante el mercado internacional, su ubicación semiperiférica, en suma, su espantosa dependencia energética, que explica gran parte nuestra deficitaria balanza de pagos, le ha obligado a importar más que lo que exporta, con un sobrecoste añadido.



Ahora bien, a pesar de que las tasas de ganancia habían recuperado terreno, los lastres y nuevos condicionamientos de una dinámica de acumulación muy contradictoria, desactivan sus expectativas de reanudación del crecimiento, habida cuenta de que el proceso de endeudamiento no ha podido derivarse más allá en el tiempo y que sus efectos depresores están empezando a funcionar de la manera más violenta. Mientras los ingresos empresariales podían hacer frente a sus deudas – que supone trasladar al futuro los desequilibrios acumulados por el sistema económico empresarial –la cosa podía funcionar, pero bastaba con que algún sector declinase para que los efectos negativos y los impagados se multiplicasen. A la rampante crisis de oferta, hipotecada por la financiarización, le acompaña así ahora una crisis de demanda de proporciones desconocidas hasta ahora. Las políticas monetarias expansivas van a ser inútiles, porque el problema es que en cuanto se inicia la recesión, y se exige la devolución de lo adeudado (sobre todo por los mercados financieros), donde el aparato productivo se encoge y los mercados se achican, las expectativas de beneficio son bajas. En esas circunstancias la trampa de la liquidez, la preferencia por atesorar liquidez inhibe cualquier iniciativa inversora y se abre una etapa depresiva, cuyo duración puede ser prolongada en el tiempo (posiblemente, dos años muy duros de depresión severa más una larga etapa de estancamiento, comparable a la larga crisis japonesa).

Este es el factor explicativo fundamental que contribuye a explicar la caída de los precios, la falta de vigor de la actividad por la detracción de la demanda de consumo ahora, y la debilidad de la reinversión de los superbeneficios obtenidos en las últimas décadas, es decir, de la inversión, base de la I+D+i. Si a esto le añadimos que la caída de la actividad internacional afecta a materias primas sobre las que la economía española es muy dependiente, y que se manifiesta en la caída de la inflación subyacente, nos presenta un escenario de deflación que se inaugurará en los próximos meses. Ahora los factores que coadyuvaban a una elevación de los precios sobre los valores empujarán en sentido contrario. La política monetaria efectuada de reducir los tipos de interés a la desesperada, no podrá contrarrestarlo. La política de gasto, que si parece cambiar de signo –porque ahora se introducen políticas keynesianas para fomentar el desarrollo local, será difícilmente sostenible, porque el recurso a la deuda pública para financiarlo se va a comprobar exiguo, en el contexto de un mercado financiero privado exhausto que no podrá absorber el enorme volumen de deuda pública emitida de numerosos países en situaciones comparables. Además, se plantea un escenario de reducción de los impuestos y los ingresos fiscales que inmovilizará la acción pública.



En definitiva, los salarios y la calidad del empleo son, en gran medida, variable dependiente de los factores anteriormente expuestos. El único contrapeso lo conforman la fuerza estructural de negociación de las organizaciones sindicales, otros movimientos afines y, aunque esto es mucho más raro pero no imposible, las medidas que puedan adoptar los gobiernos. Esto es, los salarios son las víctimas más que las culpables y por tanto señalarles es tan erróneo como injusto.

2. ¿Qué política salarial seguir?.

Conviene realizar una reflexión con un horizonte no coyuntural. Sobre todo como planteamiento para la política salarial, basada en la asunción de que los salarios no son culpables del deterioro económico.

Si observamos la evolución de la distribución de la renta entre masa de salarios y beneficios (puede asimilarse este último dato de manera aproximada al EBE+Rentas Mixtas) y fijándonos en el peso de la remuneración de asalariados, como una aproximación al fondo de salarios, observamos un decrecimiento desde el 48,8% en 1995 al 47,3% en 2007. Esta tendencia manifiesta que la apropiación del producto se ha concentrado y cada vez más en los propietarios del capital. Históricamente viene siendo la tónica habitual desde la entrada en la fase de ralentización y crisis posterior a 1973 –en España, tras los años 50 la tendencia fue justamente la inversa-. Su explicación se debe al desarrollo de políticas de ajuste diversas que han insistido en la moderación salarial, el crecimiento del empleo en condiciones precarias, la imposición de un sistema de organización del trabajo más intensivo, y en el uso de las rentas públicas a favor del capital.

Para el mantenimiento de la misma distribución porcentual entre masa de salarios y masa de beneficios (de manera aproximada, remuneración de asalariados y excedente bruto de explotación más rentas mixtas), que sería el punto de resistencia para no permitir crecimientos de la tasa de explotación, es preciso seguir una evolución salarial, al menos, del siguiente modo:



Incremento Salarial= Inflación+Incremento de la Productividad real



En los años 50-60 no se alcanzó esta referencia si bien ésta constituía un horizonte de aproximación. Como hemos ya indicado esta referencia rara vez se ha sobrepasado, salvo en los años 70 en la que el conflicto entre capital y trabajo se intensificó, y la inercia de las conquistas logradas en el tiempo anterior, hicieron que se rebasase esta referencia durante unos años.


Tras los años 80, se instauró la norma de negociar una política salarial que garantizara el poder adquisitivo con la fórmula de la inflación pasada. Esta fórmula compensaba automáticamente los excesos de la inflación. Sin embargo, al calar la idea neoliberal de que son los salarios los causantes de la inflación y el desempleo, se aceptó posteriormente pactar la compensación de otra manera. Así, se estabilizó la regla de aceptar que los salarios nominales creciesen como la inflación prevista por el gobierno para que, un período después, se compensase la pérdida del salario real con cláusulas de revisión salarial con referencia al desfase de IPC. Esta referencia suele ser la base habitual sobre la que a veces se pacta algún porcentaje menor por encima.
En los vigentes Acuerdos Interconfederales para la Negociación Colectiva acordados entre sindicatos y patronales se refleja un criterio para intentar acercarse al equilibrio en la evolución del peso de fondo de salarios y masa de beneficios. Esta referencia es la inflación prevista, cláusula de revisión en función del desfase marcado por el IPC, más una ganancia porcentual en función de la productividad.

Encontramos algunos problemas en este criterio de referencia, más allá de que luego se cumpla o no en la práctica, que puede merecer la pena revisar:

a) La inflación prevista es, normalmente, inferior a la definitiva. Aunque este año no ha sido así. Es decir, que durante años los trabajadores han adelantado una financiación gratis al empresariado, que un año después se compensa entre aquellos colectivos acogidos a convenio colectivo de aplicación. Tengamos en cuenta que la referencia automática y provisional de crecimiento de los salarios de los últimos años ha sido la previsión de precios del Banco de España, sistemáticamente muy por debajo de la inflación, tanto pasada, como la que luego realmente era efectiva. La activación de la cláusula de revisión salarial ha representado una compensación tardía, aunque no por ello menos importante, del incremento del IPC. Dicho en otros términos, al empresariado se le han adelantado fondos, procedentes de la masa salarial, sin tipo de interés alguno, de los cuales ha podido disponer mientras tanto. El criterio de la inflación prevista, sistemáticamente difería de la realidad y, qué casualidad, siempre por debajo de la inflación que luego se materializaba. Siendo el criterio de la inflación prevista de aplicación generalizada, ha sido durante todo este tiempo una referencia regresiva en comparación con la inflación pasada, que era una inflación cierta. Sería preferible negociar el mantenimiento del poder adquisitivo en función de la inflación pasada. Aunque aparentemente ahora sería peor, a largo plazo sería más estabilizador, y evitaría el trámite, a veces engorroso, de las cláusulas de revisión. Hay que prevenir el argumento de que esto ocasiona una aceleración de precios, porque es un argumento neoliberal, que sólo enmascara el poder de imposición de precios finales del empresariado.

b) El Índice de Precios al Consumo, calculado por el INE, constituye una estimación en base a una encuesta de precios referida a una distribución tipo del consumo en una cesta de bienes de un año determinado. El indicador del IPC no incluye el precio de la vivienda en propiedad ni los costes financieros de las familias. Una de dos, o se corrigen este problema, o, de otro modo, habría que estudiar la posibilidad de que el mantenimiento del poder adquisitivo pudiese referirse a otras referencias más fiables del incremento del coste de la vida. El IPC infravalora, presumiblemente, el coste de la vida, y los salarios pactados no afectan al 100% de los y las trabajadoras, porque la cobertura de la negociación colectiva no es plena ni alcanza la economía informal. Los datos consultados nos permiten constatar que las ganancias de poder adquisitivo para los salarios normales son pírricas.
Pueden estudiarse diferentes alternativas, como podría ser la referencia del deflactor del PIB[1], o un nuevo indicador de precios que sí refleje adecuadamente el coste de la vida de la población asalariada.
Como ejemplo, si nos fijamos entre 1996 y 2007 el deflactor del PIB, salvo en 2000, siempre estuvo sistemáticamente por encima del IPC armonizado. El IPRI ha llevado una dinámica oscilante, dado que se refiere al precio de la producción industrial, y no cuenta con la fase finalista.

c) El cálculo de la productividad es una práctica que no suele realizarse en las negociaciones de convenio habituales, tanto por su complejidad de cálculo, como por el desconocimiento habitual de su estimación de los negociadores. Además, debería definirse de qué productividad se habla, aclarando los parámetros de su cómputo en cada caso. Lo que se acostumbra es, en función de la “percepción subjetiva” de la situación económica del sector o la empresa o en el mejor de los casos de la “correlación de fuerzas”, la negociación de unos porcentajes por encima del poder adquisitivo, pero que rara vez superan la ganancia de productividad.

Podemos constatar que uno de los problemas de la economía, siendo esto un problema mundial, está directamente relacionado con la retención realizada por el sistema financiero del excedente empresarial, causando una baja inversión que hace impracticable una reconversión del modelo empresarial y productivo internacional. Indicador que para España sale algo peor parado en el contexto de los países centrales-, con una evolución cada vez más ralentizada de las ganancias de productividad. Esto no es más que la constatación de la tensión y enorme dificultad para la acumulación capitalista, al encontrarse al borde del estancamiento y, en el actual momento, en una severa recesión. Esta tensión no puede anticipar más que una fuerte disputa entre las clases sociales para dirimir cuál va a ser la evolución y transformación tanto de los indicadores de evolución salarial como de la relación salarial, como modelo de vínculo social, en sí. No hay apenas margen para la negociación, y es previsible un conflicto de importantes proporciones. Los y las trabajadoras tenemos que tener las ideas claras, organizarnos y enfrentar esta situación con decisión y contundencia.

[1] El deflactor del PIB incluye la vivienda, y es una medida que calcula la importancia del cambio en los precios comparando el PIB nominal y el real. El deflactor del PIB puede representar mejor (aunque al igual que el IPC el cálculo del PIB es también una estimación basada en una encuesta) que el IPC el incremento de los precios.

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