20/4/09

La necesaria revisión de las miradas económicas de la izquierda para poder enfrentar la crisis económica


Daniel Albarracín. Marzo de 2009.

Estas notas son una mera reflexión inicial e introductoria, unas primeras ideas a perfilar. La construcción de una salida a la crisis es una labor colectiva en la que la inteligencia y fuerza social de muchas organizaciones, colectivos y personas deben aunar diálogo y esfuerzo.


1. Un diagnóstico de la crisis actual


La crisis en curso no es una crisis cualquiera. Y no sólo se trata de una crisis de liquidez o de confianza, o que tenga un origen remoto e inevitable (una economía internacional en abstracto) al que debamos plegarnos sin más.

Aparte del contexto de crisis ecológica y de materias primas (agua, alimentos y petróleo) vienen a coincidir una crisis industrial periódica y un tope al recorrido de recuperación de la tasa de rentabilidad (que se había recuperado desde la crisis de los años 70). La crisis actual sólo tiene como factor desencadenante la crisis inmobiliaria y el colapso de las hipotecas subprime y el ascenso de la morosidad. Tiene como factor dominante un fenómeno de endeudamiento masivo y extraordinario de Estados, familias y empresas. Y, más en el fondo, como factor determinante, una extensión de una financiarización de la economía en la que la desregulación de los mercados y sistema financieros, y la succión del excedente económico por éstos de la economía productiva, han supuesto un estrangulamiento de la inversión. Añadido a esto esta variable se ha visto contraída merced la extensión de políticas de desinversión rentable y de reestructuración productiva, al tiempo que de agudización de las políticas de reforma social y laboral encaminadas a aumentar las tasas de explotación en estas últimas décadas.

Las tasas de rentabilidad, con resistencias socioeconómicas a mayores alzas, han sido insuficientes para hacer frente a los flujos de devolución de las deudas y, ante el colapso de ciertos mercados hasta ahora en auge, han generado una espiral perversa de solvencia, liquidez y confianza que han deprimido la demanda (inversión y consumo) y, en consecuencia, las condiciones y expectativas de beneficio que es lo que interrumpe en este momento este último ciclo rampante de crecimiento.

Para poder enfrentar con mínima eficacia y credibilidad esta crisis antes que nada debemos fijarnos en los procesos determinantes y dominantes de la misma, con lo que la regulación y reorientación de los mercados y sistemas financieros deben formar parte de cualquier paquete serio de medidas de actuación.

Y las salidas adoptadas por los gobiernos internacionales, más allá de unas reuniones que operan tímidas una concertación mínima hacia una política monetaria tendente a unos tipos de interés reales casi nulos, y una enunciación de medidas de regulación financiera aún sin concreción práctica (paraísos fiscales, control fondos de inversión agresivos), no son capaces de salir de la actual “trampa de la liquidez” y diferentes modalidades de socialización de pérdidas en rescate del sistema financiero. El gobierno español no propone más que medidas tímidamente keynesianas a favor del capital, y en el mejor de los casos tímida e inútilmente a favor del consumo (400 euros de deducción fiscal) o de la inversión en infraestructuras municipales con efectos multiplicadores más que dudosos. La modalidad suave de socialización de pérdidas no impide afirmar la misma orientación a favor del capital del gobierno español.

Por último, se ha emprendido una reforma del mercado de trabajo en España que erosionará los ingresos de la Seguridad Social con medidas, entre otras, como la conversión de las prestación de desempleo en bonificaciones en la cuota, que no solamente es ineficaz para crear empleo, sino que simplemente engrosa el excedente empresarial a costa de un salario indirecto, sin garantías de nada (1 año de duración del contrato), y que además es inconstitucional porque discrimina a los parados de larga duración que ya no perciben prestación. Por otro lado, la medida de incentivación del empleo a tiempo parcial no sólo es una atrocidad porque reduce drásticamente las cuotas a la seguridad social de esta figura contractual, sino que también es una invitación a un amplio efecto sustitución del empleo a tiempo completo por éste, seguramente con un gran efecto en sectores como servicios personales, hostelería y comercio, entre otros, sino que también se traducirá en una reducción de ingresos salariales, un incentivo al aumento de la economía irregular (las personas para llegar a fin de mes estarán dispuestas a trabajar horas extras), y una ficción estadística en la minoración del aumento de la tasa de desempleo. El resto de medidas, aún sin ser negativas, hacen recaer todo su peso sobre los fondos de la Seguridad Social, o en líneas de crédito ICO que son nuevamente una subvención estatal hacia el capital, y en ningún caso en el compromiso o esfuerzo empresarial. Puede decirse, que si quiebra algún día la Seguridad Social se deberá a que el Estado está más dispuesto a respaldar la irresponsabilidad del sistema financiero privado que a respaldar los mecanismos de solidaridad pública con los y las trabajadoras.

En definitiva, el panorama no nos ofrece soluciones a la crisis, y, de no hacer nada, sus consecuencias serán bien duras y duraderas.


2. Reflexiones críticas en torno a ciertas concepciones de análisis económico.


En los últimos años, incluso en los sindicatos, se ha observado una influencia de ciertas interpretaciones económicas convencionales que podrían estar, en algunos casos, en consonancia, afinidad, conformidad o asunción de la inevitabilidad del tipo de funcionamiento y orientación del modelo económico en curso. Lo que sigue aquí trata de reflexionar sobre algunos problemas que entraña aceptar algunos conceptos y esquemas sin crítica.

En la última etapa, por ejemplo, el discurso sindical se ha ido pergeñando para ir dando respuesta a la situación desfavorable de la economía española y sus efectos para los y las trabajadoras. El discurso se ha vertebrado para contestar al discurso de competitividad individualista basada en los bajos costes oponiendo a éste un discurso que podríamos denominar de la competitividad nacional basada en el valor añadido. Este segundo discurso se proponía desarrollar un cambio de modelo productivo basado en políticas sectoriales que generasen un modelo de ventajas comparativas de la economía española en el marco internacional y que favoreciese una sustitución de empleos descualificados y, por consecuencia, vulnerables, por otros más cualificados y, por tanto, más estables y decentes.

Este discurso, no obstante, supone admitir dos pilares del modelo vigente. Por un lado, la asunción de una perspectiva primordialmente enfocada en un solo país, y, por consiguiente, limitar la acción representativa del sindicato a los y las trabajadoras nacionales –subordinando la solidaridad internacional a este objetivo-. Por otro, supone la asunción de la competitividad como mecanismo básico de estímulo, sin realizar una crítica a su funcionamiento. Una cosa es apostar por la eficiencia y otra muy distinta por la competitividad, que no es más que una relación de pugna por los mercados que, en teoría, debería estimular la mejora de cada competidor. Pero los regímenes oligopolísticos, el abuso de poder de mercado, y los obstáculos y rivalidad mutuamente interpuestos, alejan al sistema de competencia de la asignación óptima de recursos y de la propia eficiencia global. En este sentido, si hay efectos indeseables de la lógica del mercado capitalista de estas características la referencia debería ser tratar de gobernar los mercados, regulando el comportamiento empresarial y las relaciones mercantiles para reorientar sus prácticas y fines, así como dando una línea preferente al protagonismo de las políticas públicas (regulación financiera, régimen fiscal, inversión pública, etcétera) basadas en un modelo de control de costes y orientado democráticamente a las necesidades sociales que pueda reconducir los esfuerzos humanos y recursos económicos hacia un modelo productivo avanzado. Dicho de otro modo, hay que insistir en lo que tiene de político la economía.

Un argumento que se esgrime también como una costumbre sin cuestionamiento es el que trata de los “factores productivos”, refiriéndose a capital y trabajo, aunque podría incluirse también a la tierra, y la asunción de que cada uno de ellos tienen una legítima remuneración que percibir (beneficios, salarios y rentas) en función de un equilibrio pautado por el mercado. Este tipo de aproximación es propia de los clásicos, en particular de Adam Smith, aunque también de los neoclásicos, que presuponen un orden económico armónico, sin conflictos. En esta concepción el sistema productivo no ocasiona problemas estructurales entre clases sociales, y cada actor aporta al conjunto, sin más desajuste que posibles roces de oposición complementaria. Es una interpretación que minusvalora el papel del trabajo y sobrevalora el de los propietarios del capital. Detrás de esta argumentación técnica, como vemos, hay una concepción política determinada.

Quizá, y convenga ahora aquí señalarlo con más claridad al estar más en boga por una buena parte de la intelligentsia de la vieja dirección, también haya diferencias de interpretación en lo que concierne al papel de los salarios y sus efectos en el empleo y, conjuntamente con en el papel del déficit público, en la “competitividad del país en el concierto internacional”.

Como ya hemos venido señalando, hay quien insiste en que un “comportamiento no moderado de los salarios” puede ocasionar un problema en el proceso de crecimiento económico y, por tanto, en el empleo, al funcionar la economía en un marco de competitividad de mercado internacional. Hay quien indica que los salarios con su efecto a favor del consumo no compensarían su influencia en la demanda por la destrucción de empleo que causarían en los costes laborales. Esta interpretación que culpabiliza los salarios asume que el capital invierte en función de la estructura de costes de las inversiones y, parece deducirse, entendería que el coste laboral es el principal de todos ellos. Ignoraría, o no fijaría la atención en que la estructura de costes es compleja y cabe incluir en ella el coste de las materias primas, de la tecnología, del inmovilizado, de los costes financieros (el tipo de interés real, donde se conjugan tipos de interés y su brecha del oficial al bancario hasta la necesaria deducción de la inflación) o, inclusive, en la importancia decisiva del régimen fiscal, o de las ingentes subvenciones al capital (en formas diversas como subvenciones directas, créditos blandos, compra de activos de la banca, bonificaciones a la contratación, etc…), o, en última instancia y de manera decisiva, las expectativas de beneficio de un entorno determinado de cara a explicar las nuevas inversiones. En este sentido, este planteamiento al poner el peso de la evaluación principal de los costes en los laborales, es encasillable en un esquema neoliberal muy próximo al que hace la patronal. En suma, se trata de un argumento que no da concesión ni credibilidad, ni teórica ni práctica, a la posibilidad de regular los mercados, la posibilidad de la intervención pública (preferentemente internacional) para establecer criterios que no constriñan toda decisión e inversión económica a la rentabilidad, y además no estudia otros tipos de costes sobre los que se pueda incidir para mejorar las condiciones de beneficio de un país o mercados determinados.

Sólo si se asume (por convicción o por un sentimiento de impotencia) que las reglas del mercado competitivo y de la rentabilidad son las únicas posibles, y no pueden ser sujetas a norma o corrección alguna, y sólo si se entiende que el único coste para el capital sea el laboral, es razonable pensar que un incremento del salario ocasionaría una destrucción de empleo (en la fracción competidora, sea empresa o país, con peores ratios de costes). Sí, porque dejados a su libre albedrío las fuerzas y reglas de los mercados competitivos internacionales una variable a contemplar son los costes salariales y las decisiones de inversión del capital transnacional pueden verse condicionadas por este factor. Ahora bien, incluso ni en una concepción neoliberal pura, ni hasta el ejecutivo financiero más agresivo, se aceptaría que sea el coste laboral el único a contemplar. Sí, porque hay que atender a otros factores como la cualificación de la fuerza de trabajo, la estabilidad del país y la credibilidad de los agentes garantistas de la ley, la proximidad y fiabilidad de los intercambios mercantiles, la dotación de recursos del entorno (materias primas, tecnologías, saberes, etc…), el régimen regulatorio o fiscal, etc… del entorno donde se invierte, y el coste laboral no es más que un punto más entre otros.

Bien es cierto que puede argumentarse que el capitalismo y la competencia son globales y que las actuaciones a escala estatal pueden contrarrestar difícilmente las fuerzas del mercado a escala mundial, especialmente cuando los mercados financieros plantean un castigo a los gobiernos díscolos. Pero, admitiendo que esto es así, puede de nuevo argumentarse que la respuesta puede ser distinta al plegamiento a la globalización capitalista sin regulación. También se podría, y debería desde un sindicato de clase internacionalista, concebir y contribuir a un modelo de construcción europea, si no es de mayor alcance, en el que se articulen mecanismos públicos de regulación e intervención democráticos que gobiernen los mercados, homogenicen unas reglas fiscales avanzadas, unos derechos sociales y laborales más dignos, y, en suma, un Estado del bienestar europeo, y que redefinan el criterio de asignación económico de inversión y remuneración que impone la lógica del beneficio privado y la desregulación del movimiento de capitales y del mercado.

Por otro lado, debe advertirse que el mantenimiento de las masas salariales en la composición del PIB no pueden ser causa de mayores desastres, sino más bien un amortiguador de la demanda y una contención a la intensidad de la crisis, aunque en sí mismo no pueda representar una salida. En efecto, las cuentas del empresariado particular salen mejor si se les bajan los costes laborales, pero a continuación, si la demanda se deprime porque las rentas salariales globales bajan entonces el negocio no está tan claro. A este respecto, solicitar un crecimiento del 2%, más la ganancia de productividad y una preventiva cláusula de revisión sólo puede representar, en el mejor de los casos, una pequeñísima recuperación del poder adquisitivo perdido, siempre en caso de una economía sin destrucción de empleo, y si aceptamos el IPC que es de por sí un indicador impreciso del coste de la vida. En un contexto de crisis, las ganancias de productividad generadas por la destrucción de empleo convierten en extraordinariamente prudentes las demandas salariales planteadas por CCOO y UGT, porque las ganancias de productividad se elevarán y difícilmente se reflejarán en las nóminas mientras que posiblemente sí lo harán en los excedentes empresariales.

Una vez dicho esto, también debe reconocerse que en el actual y próximo contexto el papel a favor del consumo de los salarios es sólo una medida con efectos defensivos para sostener la demanda. En un contexto donde el excedente se detrae formidablemente por los mercados financieros –en forma de dividendos y devolución de los intereses de las enormes deudas contraídas-, y la tasa de rentabilidad se desinfla ante la desaceleración de la inversión y del desincentivo al consumo global, el efecto anticíclico de los salarios será limitado. Si no se actúa en la regulación de los mercados financieros, en la voladura y reconducción controlada del capital ficticio, la intervención, control y gestión pública del sistema financiero en sí, y la derivación de los recursos hacia inversiones productivas –aún sin esperar las tasas de rentabilidad de antaño-, la reactivación económica tardará en llegar. La destrucción de empleo será un hecho, pero no porque los salarios se sostengan, sino porque los vectores estimulantes de la economía capitalista se han desactivado y no tienen visos de revivir, no sin una sangría de enormes proporciones del aparato productivo que permitiese reducir los mercados y reestructurar y encoger el tejido productivo hasta conseguir una dimensión (desinversión rentable) que haga posible una recuperación transitoria de la tasa de beneficio.

Para una nueva activación realista sólo el sector público, con criterios muy distintos de los que han funcionado hasta ahora, y con una orientación social radicalmente opuesta, puede concertar una salida que relance la economía con criterios de viabilidad (que los retornos satisfagan los recursos empleados), eficiencia, solvencia financiera y sostenibilidad del bienestar social y ecológico. Para ello la conjugación histórica de Estado y Mercado deben alterarse. El Estado no debe ser el socorrista del Mercado y garantista o restaurador de su rentabilidad. Sino que el Estado, con una naturaleza social que responda a intereses sociales populares y bajo un gobierno con una composición de clase laboral, debe servirse de todas las instituciones sociales (empresas, poderes públicos, mercados, sindicatos, sociedad civil, etc…) para establecer unas reglas de juego distintas que movilicen los recursos socioeconómicos con parámetros alternativos al de la rentabilidad y la producción insostenible y que respondan a las necesidades sociales y respete la sostenibilidad de la naturaleza.

Si seguimos el debate con los temerosos de un presupuesto público desequilibrado, el déficit público merece atención y moderación, dentro de una posible oscilación contracíclica. Pero si de verdad nos preocupa debemos identificar las causas que lo ocasionan, las fuentes de ingresos (salariales o del capital) y regímenes fiscales (impuestos directos e indirectos , grado de progresividad) y los contenidos de las partidas presupuestarias de inversión y gasto deberían ser nuestro foco de atención, porque de ahí se deduce la base de prioridades de las Administraciones Públicas. Y, puede decirse, que frente a las políticas sociales o la inversión pública, en este caso una causa del déficit podría identificarse, por qué no, en las ingentes subvenciones al capital, en diferentes formatos, de las que habría que ver si finalmente su destino mereció la pena. Y, más recientemente el arriesgado modelo de compra de activos de dudosa solvencia en rescate del sistema financiero sin ni siquiera plantearse un condicionamiento u orientación de su comportamiento (más allá de los sermones de que hay “que conceder más crédito”, imposibles de cumplir cuando la banca está preocupada por atender en primer lugar su difícil situación de solvencia). Si es que no aludimos a otras clásicas críticas como puede ser la composición y gasto en armamento y aventuras militares. Es posible que en los próximos años los gastos de la seguridad social incurran en déficits, pero eso no puede ser sino la consecuencia de una crisis causada por un modelo económico que debería cambiarse, y que se ha propuesto a salvar y defender a los responsables de la misma, y un amplísimo desempleo facilitado por una regulación laboral flexible –que ahora además incluye una nueva reforma laboral que detraerá más recursos de la seguridad social-, y unas altas tasas de temporalidad, alta presencia de actividad de subcontrata, empleo de autónomos económicamente dependientes y empleo irregular, que, ante el desarrollo de la crisis, generará vulnerabilidad y exclusión social de grandes proporciones y un aumento, como mal menor, del gasto en protección social.

La socialización de pérdidas, bajo cualquier modalidad ejercida, no puede ser una opción, porque eso supone sacrificar a las mayorías a favor de la minoría que ha causado el actual desaguisado. Efectivamente, el recurso al déficit público para rescatar al sistema financiero y a la serie de sectores (como el automóvil, entre otros) que van a solicitar ayudas no puede sino causar un colapso en los mercados de deuda pública, en un contexto internacional que va a hacer difícil su asimilación por los mercados financieros, al tiempo que una postergación y aumento en el tiempo de los problemas.

Naturalmente, un presupuesto público equilibrado, o tendente al mismo es conveniente, con lo que deberá aconsejarnos cierta austeridad. Pero el ahorro puede y debe centrarse en aquellas partidas que sean menos prioritarias y aumentar las que sí lo sean. Y en este momento, lo prioritario es estimular una economía del bienestar y ecológicamente sostenible que no puede tener mejor actor que la inversión pública selectiva, la regulación de los mercados y del sistema financiero, a ser posible en un marco internacional ampliado. Lo que no es admisible es seguir confiando en un sistema e instituciones económicas que han demostrado un rotundo fracaso, dar recursos a un sector financiero y algunas industrias privadas que no corrigen sus excesos, que no orientan adecuadamente sus recursos, que no invierten en la remodelación de sus estructuras tecnológicas y productivas, y cuyos criterios de gestión sólo les beneficia a ellos.

Si no se evita, y de momento no es así, el sacrificio caerá con todo el peso sobre las espaldas de los y las trabajadoras. No sólo por la moderación y pérdida de poder adquisitivo de todos estos años (el coste de la vida ha ido muy por encima del IPC), sino también por la composición de las rentas fiscales y el destino del gasto público, en detrimento de las políticas sociales. Mientras que la mayoría de los recursos públicos –ingresos fiscales- proceden de rentas salariales, el gasto público en su composición se destina en una proporción mayoritaria, de un modo u otro, a subvenciones o transferencias al capital. Esto es, también el Estado, aunque incluya mecanismos de solidaridad intraclase como es la Seguridad Social, es todavía al día de hoy fundamentalmente un mecanismo de explotación social. Estas subvenciones al capital, al menos cabe dudarlo, no comportan una traducción en mayores inversiones y mejor utilidad social (como por ejemplo, las cuantías de bonificación en la contratación laboral) al no ocasionar mayor empleo o riqueza (simplemente abaratan costes y aumentan la proporción del excedente en manos empresariales). Si ese gasto público mal orientado consistiese en mayor inversión pública asignada con criterios de sostenibilidad de costes, viabilidad económica y utilidad social muchos problemas no lo serían. Si la composición de las rentas fiscales se apoyase más en el gravamen a los beneficios, patrimonio, plusvalías financieras, o en impuestos que castigasen malos o nulos usos del suelo y viviendas (en una invitación a aumentar el parque de viviendas en alquiler), o se persiguiese el fraude fiscal, y no en los salarios la composición del sacrificio para salir de la crisis sería más equilibrada y más justa.

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