6/11/10

El apellido, ¿de la familia patriarcal o de la identidad personal ?

Daniel Albarracín
6-11-10

En estos días se está tramitando una ley en el Estado español que trata de modificar la inveterada norma de anteponer el apellido del padre frente al de la madre, que casi siempre quedaba en segundo lugar. En caso de desacuerdo entre los progenitores se plantea, aunque se plantea dudas al respecto, que se anteponga el apellido por estricto orden alfabético, lo que podría con el tiempo hacer desaparecer buen número de apellidos que comenzasen por las últimas letras del abecedario.

Gran parte de la sociedad no ha concedido a este punto su debida relevancia. Bien es cierto que no puede entenderse que esté en el primer punto de preocupaciones ni de las urgencias sociales, una vez el paro y la pobreza campan a sus anchas.

La norma avanza que el registro a partir de ahora estará personalizado y no bajo el documento del libro de familia. Esto puede considerarse un avance, no obstante, entre otras cuestiones modernizadoras. Pero quería centrarme, aunque sea una reflexión menor, en la cuestión del apellido.

Y es que el debate sobre la cuestión del apellido habría de referir a la función social que desempeña. Desde una óptica moderna dar identidad a las personas debiera ser lo prioritario, para conseguir que se refiera a cada cual de manera que reduzca los equívocos respecto a no confundir conotras personas -no vaya a ser como en China, donde hay millones de personas que se llaman exáctamente igual, y donde Li es el apellido más frecuente del mundo-, y se reconozca la personalidad también desde este plano nominal. Ni que decir tiene que el recurso al número y letra del NIF contribuye a distinguir e identificar a cada persona, pero queda claro que no es una manera de referenciar la personalidad y el simbolismo identitario del nombre y los apellidos.

Debemos aquí recordar qué lugar ha desempeñado social e históricamente los apellidos. Con ellos se ha tratado de relacionar a cada persona con su linaje familiar. Su importancia no era menor, porque durante siglos con ello ha entrañado que primaba la pertenencia de cada individuo a una familia. Dicho de otro modo, un primer debate es el punto hasta que tiene sentido dar a la familia un papel denominador de la persona frente a otros criterios. En otros tiempos, el lugar de origen, la adscripción a un feudo, etcétera, fueron razones asumidas para ello y, naturalmente, no todos estos criterios sustraen nuestra atención ahora, ni merecen que los valoremos en positivo.

La familia, en términos de linaje referencia no sólo los afectos o la genética, sino que social y culturalmente ha determinado durante largo tiempo la extracción y el status social -decisivo en épocas antiguas medievales, en tanto que la pertenencia a la clase social estaba mediado por dicho vínculo-. Más aún, y todavía hoy es un factor decisivo en múltiples circunstancias, la familia, y el papel preponderante de ser varón, padre, o hijo (con el caso de la dote) ha condicionado o determinado las herencias materiales y los traspasos y repartos de propiedades.

Visto así, el problema no es baladí ni mero nominalismo. Y aún regulándose otra cosa en las leyes en materia de herencia, o en las relaciones sociales en cuanto al status o reconocimiento social, el darle un papel al padre sobre la madre, o a los hijos sobre las hijas, sigue representando un vestigio feudal (como la presencia de la monarquía, o de que sea el primer hijo varón el que ostente la primacía de ser monarca).

El punto hasta el cual es importante saber quién es el padre o la madre de cada cual está determinado en leyes de la herencia, prácticas culturales, y la adscripción social de cada sociedad. Pero deberíamos asumir que no tiene razón de ser que el apellido paterno prime sobre el materno, ni siquiera que le concedamos una importancia desmedida a la familia que se pertenece, salvo en lo que concierna a los afectos, la comunidad de convivencia, a efectos de posibles herencias genéticas con significación médica, y las responsabilidades materiales que los cuidados y respetos de convivir entrañen.

Permítaseme elocubrar sobre la cuestión. Yo siempre tuve inclinación por que la persona se denominase por la personalidad manifiesta, deseada y reconocida en las prácticas de la vida. En los pueblos indios de América se daba a nombre a cada persona en función de sus virtudes, actitudes o de sus sueños. ¿Por qué no al nombre puesto por los padres no podría complementariamente apellidarse a cada niño o niña, a cierta edad en un rito de paso a la madurez en función de su carácter, virtud, prácticas, deseos, vínculo positivo con su entorno social y natural, y su proyección reconocida en su comunidad, que suscitase motivación a la mejora y al reconocimiento de sus congéneres, a modo más que un nombre antepuesto, como un título o símbolo logrado?.

No pretendo que esta sea la solución, ni que esto sea lo mejor, pues siempre habría problemas de atribuciones y tentaciones manipuladoras y estereotipantes del entorno social para inclinar a cada cual a una función social o una imagen no siempre elegida. Pero en fín, sólo trataba con esto de mostrar que hay otras muchas formas de nombrar a las personas.

Sea como fuere, no puedo decir otra cosa que el que la atribución de los apellidos no privilegien el paterno, y que planteen un posible acuerdo entre padre y madre, representa un pequeño avance simbólico, dentro de las objeciones planteadas. Pero en modo alguno me parece razonable que en caso de desacuerdo el orden alfabético dicte cómo quedará el orden.

En otros países las situaciones son diferentes. Un apellido sólo (Alemania), dos apellidos, primer apellido de la madre (Portugal), un segundo nombre de pila (EEUU), posibilidad de acuerdo entre los padres, etc... y en su caso decisión de un juez o de una moneda.

Yo planteo como una solución factible que siempre se escoja el apellido menos frecuente de ambos, de cara a diversificar los apellidos y facilitar la distinción de las personas, que yo creo que es la función más importante del nombrar, mientras no haya mejor solución. Incluso primaría esta solución en defecto, y sólo se habría de cambiar en caso de acuerdo entre los progenitores o tutores. Un acuerdo que, para ser claros, no es simétrico, pues todavía hay enormes presiones a la mujer para que ceda en esta cuestión, por el patriarcado postmoderno dominante. Un acuerdo que no es entre iguales ocasiona casi siempre un armisticio asimétrico. Y por tanto una solución así representaría más avance en esta materia.

Esta cuestión no impediría que más adelante, pudieran combinarse otras soluciones. Que los padres nombren a sus hijos con un nombre (y por qué no, desligarlo a la tradición religiosa, o el día del año, e introducir otras variables como las virtudes humanas, la naturaleza, los valores, los hechos o héroes excepcionales, o cualquier símbolo positivo), que mantenga los apellidos provisionalmente de los progenitores a fin de saber quienes son los padres, y que luego a cierta edad el apellido pueda decidirlo el hijo con los años (escogiendo un lugar de origen, un destino preferido, una condición que a uno le identifique, una función social que uno quiera representar, etcétera...) a una edad madura, deliberando con su comunidad en la que convive.

No se, se que esta reflexión no es de primer orden, pero creo que podía ser interesante compartirla. ¿Qué opináis?.

1 comentario:

[Jos] dijo...

Lo cierto es que nunca me había planteado esta cuestión.
Al fin y al cabo, a parte de las consideraciones familiares de linaje, patrimonio, etc; el sistema de identificación por apellidos tiene como función justo esa, la de identificar a las personas lo más precisamente posible. Es una buena idea el poner el apellido menos común de los padres en primer lugar a no ser que exista un acuerdo previo entre los mismos. Esa es una opción más acertada que la del orden alfabético o la de ceder el primer apellido por tradición al progenitor varón. Además yo dejaría que a una determinada edad la persona pudiera modificar ese orden si lo deseara y también adjuntar un mote, abreviatura, cifra o palabra clave identitaria para esa persona, como tú dices. Sería un como unir un sistema americano de motes alfanumérico, con el español en función de la frecuencia (por defecto), junto con uno democrático que consiste en la modificación del orden de apellidos, del nombre propio y adjuntar el mote (si eso fuera deseado también por el individuo). Sin embargo por el tema de la seguridad no dejaría que la persona pudiera camabiar sus datos de identificación de forma ilimitada, porque eso sería un caos para la administración y una buena forma de evasión legal para los impuestos y otros delitos.

Ejemplo: Federico García Lorca ---> Federico Lorca García, Granada'27.