1/11/13

Saber cotidiano, Ciencia social y Deliberación política




Daniel Albarracín
Marzo de 2013

En estas reflexiones queremos dar cuenta de una serie de cuestiones, a modo de notas e incursión sin propósito de agotar el debate, que se originan en la discusión clásica entre sujeto y estructura que abordaron en su día diferentes filósofos de la ciencia e historiadores, y sobre el estatuto en la producción de conocimiento (y decisiones) del saber cotidiano, de las ciencias sociales y de la deliberación política.


1. Sobre el estatuto de los saberes y de las deliberaciones.

En términos generales, el modelo de ciencia comúnmente extendido, como por ejemplo señalaría el marxista analítico Cohen, preconcibe como “ciencia normal” la positivista, un paradigma ingenuo relacionado con lo que convencionalmente se asocia con el “científico de laboratorio”. Es habitual también minusvalorar otros paradigmas o estrategias de investigación, hasta el punto de infravalorar la propia condición científica de las ciencias sociales, y diferentes escuelas, en ocasiones, han degradado su estatuto de producción del saber a una práctica artesanal que no mejora en mucho el saber establecido en la experiencia cotidiana y la intuición de los que tratan los problemas diarios buscando resolverlos. Esa visión de “científico de bata blanca”, estudioso de despacho o de laboratorio y reconocido académicamente, como productor riguroso del saber, sin embargo, forma parte también de una imagen preconcebida, construida en el imaginario popular. El mito de la ciencia positiva, casa mal con la práctica científica y sus problemas reales, e idealiza, por lo tanto, sacralizando, una forma de producción de conocimiento, que combina un desconocimiento de los límites y aporías a las que se enfrenta tal modelo, y que consagra religiosamente una forma de saber que, en lo concreto, genera más un efecto de confirmación tranquilizadora de nuestras presunciones. O más lejos aún, de legitimación de las decisiones del poder.
Desde este punto de vista, se denigra otras formas de elaboración del saber, al tiempo que se relaja la crítica sobre las propias condiciones y límites del esquema positivista. Esta actitud conduce a un efecto nefasto al interrumpir el desarrollo de la metodología científica que realmente puede ser más seria y provechosa, incorporando todas las consideraciones necesarias para llevar más lejos sus alcances y reconocer también sus límites, al mismo tiempo que evita la articulación y el sano control mutuo de la relación que debe y puede mantener el saber científico con otras fuentes de saber fundamentales: el conocimiento cotidiano, naciente de la intuición y la reflexión sobre la experiencia; y la deliberación política, que plantea la necesidad de tomar decisiones en escenarios abiertos y en disputa.

Cuando nos encontramos con afirmaciones del tipo “el positivismo tiene la ventaja de ser una perspectiva intuitiva y ampliamente aceptada” parece chocante cuando al tiempo, contradictoriamente, se refiere a los obstáculos que puede ocasionar la intuición del saber cotidiano para el conocimiento. A nuestro juicio, las ventajas del positivismo pueden radicar quizá en su ejercicio de simplificación epistemológica, lo que facilita su capacidad expositiva –pocos mejores ejemplos que los trabajos divulgativos de Bertrand Russell o Isaac Asimov-. Su problemática comienza en cuanto nos preguntamos por la relación entre contexto de investigación-sujeto investigador-objeto de estudio y sobre la imposibilidad práctica de “laboratorizar” la realidad social. Al positivismo le resulta fácil exponer al conformarse con la linealidad de un objeto que considera asible (tras haberlo sujetado artificialmente y reducido su multidimensionalidad relacional y su movimiento) y mirado bajo cláusulas muy restrictivas que sólo en las ciencias físicas, y para ciertas dimensiones, es posible que se den. ¿Acaso no debiéramos también discutir o dialogar con el positivismo salvo que queramos correr el riesgo de que se constituya en obstáculo para el conocimiento?.

Esta problemática es denegada, y en vez de tratar de abordarla de cara, los autores devotos del positivismo desplazan de lugar la pregunta, y en vez de formulársela para sí mismos, vierten arrogantemente sus denuncias sobre otros campos del saber (que, por supuesto, tienen sus problemáticas y límites propios, pero que no parece muy razonable rechazar de plano en su capacidad de aportar en los planos en los que se mueven). La satisfacción se colma con negar cualquier validez a los conocimientos elaborados por otras formas de saber. Es más, no contentos con estos, en aras de sostener su status propio, amplifican su diferenciación elitista negando el estatuto de científico a otros paradigmas científicos relacionados con estrategias de investigación epistemológica y metodológicamente críticos. Estos debates son muy antiguos y fueron abiertos por Kuhn, Popper, Lakatos, Feyerabend o Chalmers, entre otros. No hay un paradigma único de ciencia, y “esa cosa llamada ciencia” es un método de producción de conocimiento conceptualmente en disputa.
Otra discusión derivada, que trata de jerarquizar entre ciencias, es la que distingue con rangos (y no por su ámbito propio y características concretas de aplicación), a las ciencias naturales de las ciencias sociales. Las ciencias sociales ni son “literatura”, como algún pretencioso Nobel de Economía quiso descalificar en su día –decía que las ciencias económicas tenían su Nobel, y que el resto de ciencias sociales ya tenían el suyo propio: el de literatura-, jugando a sacerdote del saber, tampoco son saberes cotidianos. Las ciencias sociales no son saberes cotidianos ni meramente praxiologías –o por lo menos si con esta atribución se despoja a las ciencias sociales de la vigilancia metodológica y su aspiración permanente de abarcar un saber completo y sistemático en su contexto, que toda disciplina científica exige-. Las ciencias sociales al operar epistemológica, metodológica y técnicamente y elaborar de manera articulada marcos teóricos y producción empírica contrastada y contrastable no pueden hacerse equivalente a los saberes cotidianos tales como, por ejemplo, la gastronomía y otras artesanías.

El saber cotidiano se basa en la experiencia particular; aunque emplea el ensayo y el error no se exige poner en estructura su acervo de observaciones; sus conceptos no se asientan unívocamente y dependen de contextos comunitarios que no persiguen su universalización; sus teorías son hipótesis de alcance muy provisional; no se obliga a ser tan vigilante de las dimensiones y factores que deja fuera de su propósito, conformándose con el manejo de escasas variables; y acepta una validez centrada en la subjetividad (el gusto, la belleza, el consenso).

Las ciencias sociales, de manera distinta, persiguen construir cabalmente una relación con los fenómenos objetivos, e interpela y es interpelada con la realidad en unos términos que pone en relación lo subjetivo con lo objetivo. Las ciencias sociales construyen resultados más discutibles, incompletos y cuestionables que las ciencias denominadas “duras”, donde la influencia del sujeto investigador se puede delimitar más fielmente, donde el objeto es más controlable y los contextos menos inciertos (cuanto menos en el plazo de la vida de los observadores), pero se autoexigen fundamentar empíricamente sus teorías y poner en estructura sus afirmaciones, cuanto menos los paradigmas críticos más preocupados por el conocimiento, el conflicto y el cambio social, que por la autoafirmación del poder y el control social armonicista.

No es posible exigirle un “rigor preciso” –aunque sí un cuidado metodológico y una aspiración estratégica relevante- al conocimiento producido por las ciencias sociales que no pueden alcanzar, pues no son reproducibles las condiciones más controlables de otros ámbitos científicos. Antes que nada, el científico social debe dominar cualquier ansiedad por no poder controlar su objeto de estudio, que, en gran medida, no es asible por el investigador. Esa actitud no es un problema de las ciencias sociales, sin duda débiles, humildes y limitadas, sino de la actitud y expectativas del investigador.

Las ciencias sociales, al contrario que las naturales, no pueden contar con laboratorios que controlen todas las variables influyentes en el objeto de estudio. Por tanto siempre hay n factores que pueden escaparse o no determinarse con total precisión, pero siempre se deja un ojo abierto para tratar de captarlos. Por tanto, las ciencias sociales a veces recurren a técnicas de probación indirecta (correlación, concomitancia, probabilidad, correspondencias relativas, etc…) y unidades empíricas multidimensionales complejas (indicios, discursos, documentos, datos relativos, etc…); y han de admitir, con humildad, que la relación entre sujeto-objeto no es ni neutral ni limpia. En ciencias sociales la perspectiva del investigador influye más que en ciencias naturales. Ahora bien, conviene advertir y tener presente que los principios de incertidumbre y la dualidad onda-corpúsculo muestran esta misma problemática para la física, reconociéndose que en todo caso las observaciones del sujeto influyen en el comportamiento y carácter del objeto observado. Asimismo, el contexto mismo, que forma parte de lo estudiado, incide en la propia realidad observadora (J. Ibáñez). Los resultados de las ciencias sociales se acotan, por otro lado, a épocas y situaciones determinadas, no son ahistóricos. Sin embargo, las ciencias sociales, ante estas limitaciones, por el contrario, son capaces de enfrentar el reto de estudiar realidades totales y concretas en marcha y brindar elementos que, si bien no confirman certeza y precisión absoluta sobre los fenómenos sociales (esta oposición entre relevancia y precisión fue antaño señalada por la Escuela de Francfort), brinda puntos de anclaje teórico-empírico que permite rechazar hipótesis falsas, advertir de certezas probables y anticipar escenarios de posibilidad (y, por tanto, descartar con amplia solidez escenarios que no son posibles). Las ciencias sociales, al igual que cualquier ejercicio científico en otro ámbito, “sólo” nos brindan hipótesis no descartadas, y descartes de afirmaciones que no son o no pueden ser. En suma, diagnósticos, teorías y escenarios razonablemente probados y probables, consistentes en mayor medida que otros. Y lo hace en terrenos que para la humanidad son relevantes.

Esta construcción de conocimiento entraña un paso previo a otro saber de naturaleza decisional: la deliberación política. Algunas elaboraciones científicos centradas en la búsqueda de “los ladrillos del mundo” no siempre permiten, amén de su mayor precisión y seguridad observacional, construir elementos para tomar un juicio sobre este campo que está en el orden de la acción, bien porque sus afirmaciones son abstractas o muy particulares –lo particular es algo muy distinto a lo concreto-. Las ciencias sociales, en cambio, están en condiciones de ofrecer diagnósticos, escenarios y pronósticos que comportan un material esencial para la deliberación en la toma de decisiones en el orden de lo social. Las ciencias no brindan respuestas a estos dilemas, pero suponen un soporte básico para los debates que lo político se plantea. El debate plantea preguntas que, en alguna medida permiten delimitar posibles respuestas empleando el conocimiento de las ciencias sociales, al tiempo que se encarga y se responsabiliza de abordar las respuestas y, también, las apuestas, en un ámbito de escenarios abiertos, conflictivos y relativamente inciertos, que relaciona el pasado, el presente y nuestro protagonismo desde estos puntos de partida de ahora para el futuro.

Conviene observar que en los tiempos modernos se ha fragmentado y jerarquizado las fuentes de saber hasta un punto insoportable. Se ha denostado el saber cotidiano y se ha tecnocratizado, o vaciado de contenido, la deliberación política. Pero las ciencias sociales han sido al mismo tiempo atrapadas por el academicismo, en una fragmentación corporativa estéril, salvo en su propósito de generar dinámicas de promoción y prestigio de profesores o el enriquecimiento de departamentos orientados al servicio de una industria mercantil. El resultado es que el conocimiento se ha desarrollado como una tarea fragmentaria dividida por disciplinas incomunicadas y rivales entre sí.

Da la casualidad que las diferentes ciencias sociales comparten un mismo objeto: las dinámicas y fenómenos sociales, y que realmente sólo se diferencian en el plano de la sociedad sobre el que prestan la atención.

La filosofía entraña una piedra angular de la producción de conocimiento, pero encerrada en sí misma no produce más que solipsismos. Toda producción científica porta en su práctica analítica de una aproximación filosófica y epistemológica, aunque no sea consciente de ello. No hay conocimiento sin la prueba de realidad. De tal modo que cualquier estudio científico lleva a su espalda, conscientemente o no, una reflexión de segundo grado en sus presupuestos de partida, que al volcarla en su elaboración, se valida o no con el resto del proceso de producción científica. Sin embargo, la filosofía, encerrada como reflexión de segundo grado, sin referirse a dimensiones de la realidad con la que cotejar, no puede lograr más que tautologías autorreferenciales. En suma, planteamientos interrumpidos e inacabadamente científicos. La tarea de la filosofía de la ciencia es abordar problemas reales del conocimiento científico y plantear esquemas prácticos y respuestas en clave teórico-epistemológico-metodológica que permitan orientar mejor la ciencia aplicada. La filosofía de la ciencia es, a nuestro juicio, un momento del conocimiento científico. De lo que se trata es de establecer los hilos para un trabajo en equipo multidisciplinar (en un objeto que exige la permeabilidad y el diálogo entre todas las disciplinas, sobre todo cuando tratan sobre los mismos asuntos).

El conocimiento científico, altamente especializado por razones funcionales, no es ni debiera ser impermeable entre disciplinas, menos aún cuando se comparte el mismo objeto social. Las aproximaciones multidisciplinares han mostrado la utilidad del trabajo de equipo de todos los científicos sociales, incluyendo, por supuesto, a científicos “duros” necesarios para la comprensión de algunos fenómenos sociales (biología, epidemiología, geología, paleontología, etc…). El ejemplo más paradigmático son los avances recientes en el conocimiento antropológico de los orígenes de la humanidad. Al igual que en el análisis de la realidad biológica o físico-natural, los más fecundos conocimientos aplicados han surgido de un trabajo cooperativo multidisciplinar.

Y aquí conviene regresar sobre el estatuto del saber cotidiano, pues a veces la academia afirma que las “intuiciones cotidianas son un obstáculo para el progreso teórico”. Como diría Pierre Bourdieu, parece que “se trata de pensar contra el sentido común”. Bien es cierto, que las intuiciones están atravesadas de prejuicios, conllevan una impresión experiencial incompleta y parcial. Pero, sin dejarse fascinar por lo que nos cuentan, forman parte de un conocimiento empírico primario, ligado a los problemas e interrogantes relevantes a los que se enfrenta la gente, expresado en sus mismos términos. No es cierto, que todo el mundo se equivoque dejándose llevar por sus intuiciones o por su sentido común, al mismo tiempo que es preciso convenir que eso no forma parte de la ciencia. Pero el científico social, sobre todo aquel que considera que la mayoría social no puede estar permanentemente y para todo equivocada, y está comprometido con la transformación social –y por tanto entiende que los propios sujetos participan protagónicamente de la construcción de esa realidad social-, debe completar el trabajo con dicho material. Este trabajo también consistirá en cuestionar el sentido común no para invalidarlo, sino para dialogar con él, superándolo en un conocimiento mejor fundamentado metodológicamente.


2. Estructura y sujeto en el pensamiento histórico.

Se asume en general que dentro del marxismo nos encontramos dos estrategias polarizadas en la investigación del campo histórico. En un extremo estaría el estructuralismo althusseriano, en el otro el empirismo desde los sujetos históricos concretos, en este polo podemos hablar por ejemplo de autores como E.P. Thompson. Esas dos aproximaciones contienen las aporías de dos extremos de la clásica discusión sujeto-estructura.

Althusser nos advirtió de que no hay un motor trascendente ni dirección líneal y necesaria en la evolución histórica, y por tanto la humanidad tampoco lo es, de ahí que se caracterizase aquel estructuralismo como antihumanismo. La historia no puede interpretarse en un rumbo predestinado, como si marchase hacia una meta siempre progresiva, sino que su línea de movimiento está muy abierta, donde la progresión y la regresión pueden tener lugar bajo muchas formas. Es lo que algunos han denominado, para romper con la unidireccionalidad optimista de Hegel, una interpretación transductiva (un estudio sobre los potenciales escenarios en base a una tensión original, como un campo abierto que no tiene linealidad necesaria). El buen criterio que evita el evolucionismo y especialmente su linealidad transhistórica, no debiera hacernos caer en la tentación postmoderna y escéptica de negar cualquier factor histórico comprensible, o la realidad de los procesos, rupturas y transiciones, con las propias modificaciones de dichos factores y su interrelación, proclamando una discontinuidad fragmentadora del curso histórico.

Ha habido dos vertientes de interpretación filosófica del marxismo (la kantiana y la hegeliana). Althusser, que formó parte de la primera, construyó el concepto de sobredeterminación (pluralidad causal), que en gran medida también adoptó Perry Anderson, para intentar superar los problemas de la perspectiva dialéctica. A nuestro juicio, la realidad social está estructurada por un conjunto complejo de causas plurales interrelacionadas, pero, sino queremos caer en un bucle determinista y reproductivista más o menos complejo aunque ahistórico, debemos asumir que esas interrelaciones y factores se mueven y que algunos en particular son decisivos para que cambien esas estructuras, relaciones y causas: los sujetos sociales en sus luchas.


3. Dialéctica y matemáticas en la ciencia.

En este punto, se ha discutido también sobre el papel de las matemáticas, como condición de cientificidad. Es cierto que se han cometido innumerables abusos demagógicos en torno a la concepción dialéctica. También debe afirmarse que el dato no es la única prueba empírica válida (también son los discursos, las imágenes, los símbolos, etc…), y que en sí mismo el dato es una construcción conceptual teórica y que sin ella no tendría sentido ni informaría de nada. Por otro lado, las matemáticas no son más que un instrumental sistemático y formalizado de filosofía, coherente y operativo, que para llegar a algún resultado práctico necesita de una determinada filosofía, marco teórico y base empírica.

En este punto, cabe advertir que el algebra matricial –en oposición al cálculo analítico optimizador y lineal- abre una puerta, con el determinismo paramétrico (Ernest Mandel), a una concreción parcial de las reflexiones dialécticas en términos transductivos.

Apenas se ha reparado en que un sistema de ecuaciones no es más que una estructura de fuerzas, en la que diferentes factores se interrelacionan en un campo tenso que aboca a cambios de solución, en ocasiones de carácter abierto. El marco de esas tensiones produce soluciones únicas (sistemas compatibles determinados), soluciones infinitas con una regla definida (sistemas compatibles indeterminados) o esquemas sin solución dentro del mismo sistema (sistemas incompatibles). Los matemáticos, y otros estudiosos, descartaron reflexionar sobre esta última posibilidad que, sin embargo, se produce cotidiana y estructuralmente en formas sociales e históricamente que expresan así su naturaleza contradictoria (y por tanto son un “sistema incompatible” pero ¡real!). La respuesta a estos sistemas incompatibles no puede ser abandonar el estudio de qué pasa con estas, sobre todo en la realidad, sino poner sobre la mesa que dichas estructuras de ecuaciones (campos de factores y fuerzas sociales contradictorias) tienen lugar. Esa tensión conduce a una transformación (en disputa, incierta) de las propias ecuaciones, y por tanto, de las propias relaciones de dicha estructura. Es aquí donde la dialéctica cobra todo su sentido, esbozando posibles escenarios de transformación y cambio. Y donde el término causalidad estructural y pluralismo causal puede tenerlo también, con la retroalimentación que las propias ecuaciones permiten, y con la exigencia de identificar a los sujetos sociales como agentes del cambio (en un marco estructural y contradictorio dado).

En este sentido, los conceptos como el de experiencia, que acuñó E.P Thompson, refieren a un campo de acción entre lo objetivo y lo subjetivo, lo estructural y los sujetos estructurantes. La relativa indeterminación de su curso y resultado (una limitación inevitable en un mundo cambiante en construcción) puede dar vértigo, a quien se lo dé, pero forma parte de nuestra realidad social. A este respecto, un objeto de la estructura social, en este caso el sujeto, también contribuye, como factor (de reproducción o de cambio), a darle dinamismo y forma material. Cuando es protagonista, cuando es estructurante, si hablamos en términos colectivos, es capaz de modificar la estructura. La voluptuosidad del concepto “experiencia” en Thompson, puede generar ansiedad intelectual, pero nos empuja a preguntas e interpela para un campo (el de la deliberación y la disputa política) del que la ciencia es simplemente instrumental.

Dicho de otro modo, la ciencia no agota el campo del conocimiento de la realidad social. La ciencia simplemente descarta afirmaciones, muestra diagnósticos momentáneos y dibuja posibles escenarios de tensión y de futuro. En la producción de realidad, y por tanto también de conocimiento, no basta la operación contemplativa, menos aún formular afirmaciones tan insignificantes que no sirvan para tomar decisiones.

Como diría Marx, de lo que se trata es de transformar la realidad, porque en esa operación “política” se encuentra una fuente en sí de conocimiento (de las resistencias y durezas de la realidad estructurada, también en esa experiencia, de las posibilidades y cursos de cambio). Aparte, ni que decir tiene, de que en esa acción en sí se dirimen asuntos de importancia central. Es la apuesta política la que abre espacios de exploración y producción estructurante de realidad y, también, de conocimiento. Una apuesta que exige un compromiso, que, por nuestra parte, debe estar del lado de las necesidades sociales, de la igualdad, de la libertad, la diversidad y la democracia. Y en eso estamos.

No hay comentarios: